La verdad oculta

Pedro Sánchez en rueda de prensa

Uno de los cometidos básicos de los medios de comunicación es informar a los lectores de lo que realmente sucede en el espacio público, que muchas veces no coincide con las manifestaciones de sus protagonistas.

Cualquiera que haya trabajado en la información política sabe que, en bastantes ocasiones, hay una considerable distancia entre el discurso público y lo que realmente piensan o hacen los dirigentes y portavoces. No es que mientan siempre, pero se le parece mucho. Al servicio de esa estrategia de desinformación, en los últimos tiempos han proliferado los gabinetes de comunicación, tanto en el ámbito político como en el económico y en las más diversas instituciones, incluidas las consideradas benéficas. 

Uno de los casos más destacados lo protagoniza ahora el independentismo catalán. Los discursos de sus líderes insisten en reivindicar los mismos objetivos de los últimos años, orientados a un proceso de separación del resto de España. Cuando no tienen micrófonos delante sus palabras son muy distintas. Saben que el proyecto está fracasado y sólo están pendientes de su propia supervivencia, tanto la de orden político como la de naturaleza económica: sus ingresos y gastos con cargo al erario público.

La sensación que tienen es haber encabezado un movimiento de masas a las que condujeron a un callejón sin salida. Ahora son incapaces de volver atrás, ante la presión de sus incautos seguidores. Aunque estos últimos han aflojado tanto en número como en la intensidad de sus actuaciones, si los dirigentes intentaran dar la vuelta correrían riesgo de aplastamiento. Haría falta un líder con tanto carisma como coraje, capaz de imponerse a la masa, pero si algo caracteriza a los separatistas catalanes es su mediocridad. 

La utilidad de los indultos que el Gobierno Sánchez forzó para favorecer a los separatistas de 2017 ha sido ninguna. Ha vuelto a cumplirse el principio de que, cuanto más disparatada es una causa, más fanáticos son sus seguidores. Es un problema mundial: ha habido y hay manadas de prosoviéticos, prochinos, procubanos o provenezolanos, pero ninguna militancia en favor de modelos de probado éxito, como los de Dinamarca, Suiza, Nueva Zelanda o Costa Rica. Dictadores como Stalin, Mao, Castro, Chavez o Gadafi consiguieron gran popularidad en muchas democracias, incluidos ámbitos universitarios, lo que no ocurrió con líderes extraordinarios como Churchill, Adenauer, Walesa, Reagan, Obama o Thatcher.

La militancia política guarda similitudes con las sectas, sobre todo cuando los programas ideológicos son de naturaleza extremista. Las juventudes hitlerianas o los guardias rojos de Mao llevaron su fanatismo al límite. Es el modelo que ha inspirado durante muchos años a los jóvenes vascos proetarras, o a los actuales CDR catalanes. La violencia forma parte de su ADN político.

Suelen cooperar entre ellos, como ocurrió en la manifestación de San Sebastián en favor de la puesta en libertad de los asesinos de ETA. Allí estuvo el indultado Oriol Junqueras, de Esquerra Republicana de Cataluña, cogido del brazo del ex terrorista Otegui. Era difícil mejor ejemplo del fracaso de los indultos. La primera fila de los manifestantes parecía un concurso de payasos, al servicio de una causa abyecta.

Lo más peregrino, con todo, fue la participación del sindicato socialista UGT. No se manifiestan por la subida de la luz o los combustibles, que han disparado la inflación a niveles que no se conocían desde hace 28 años, pero sí a favor de los peores asesinos de nuestra historia reciente. ¿Se puede ser más tonto? Probablemente no. 

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Miguel Platón

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