Se ha atribuido a numerosos autores la advertencia de que “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Hoy, casi de forma unánime, se reconoce su origen en el filósofo español Ruiz de Santayana, quien en su obra “La razón en el sentido común” escribió: “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. Su frase no estaba dirigida al análisis de las naciones, como suele interpretarse ahora, sino a la vida personal. Sin embargo, su fuerza simbólica y su carácter admonitorio la han convertido en uno de los aforismos más repetidos cuando se habla del curso de la historia.
La idea de que la historia se repite es tan poderosa como peligrosa. En ella convergen intuiciones milenarias y, a menudo, tentaciones simplificadoras. Desde Tucídides y Séneca hasta Spengler, Toynbee y, más recientemente, el inversor Ray Dalio, muchos han encontrado en la sucesión de imperios, guerras y colapsos una pauta reconocible: un patrón cíclico de ascenso, apogeo, decadencia y reemplazo. Pero como han recordado los historiadores más rigurosos, ningún acontecimiento se repite de forma idéntica. Lo que se repite son ciertas condiciones estructurales que posibilitan determinados desenlaces. “La historia no se repite, pero rima”, dijo, con agudeza, Mark Twain.
Hoy atravesamos una de esas rimas. Vivimos un cambio de ciclo. Una transición que afecta no solo a la geopolítica o la economía, sino a los fundamentos de la vida contemporánea: el trabajo, la educación, la familia, la cultura, la tecnología y la forma misma en que concebimos el futuro. La aceleración digital y el desgaste del modelo económico heredado de la posguerra han generado un escenario de creciente incertidumbre, polarización y reajuste sistémico, que recuerda -sin copiar- a otras grandes transformaciones del pasado.
Ninguna hegemonía ha sido eterna
Basta observar la historia del poder global para identificar la lógica del relevo. Ninguna hegemonía ha sido eterna. Del Imperio español al británico, pasando por los Países Bajos y su breve edad de oro, cada potencia ha seguido un itinerario similar: consolidación, expansión, estancamiento y declive. Hoy, muchos indicadores sugieren que Estados Unidos transita por la fase descendente de ese ciclo, mientras China se perfila como el actor con ambiciones globales y una proyección estratégica a largo plazo. El gráfico que acompaña a este artículo así lo representa.
El caso norteamericano resulta paradigmático. Su crecimiento se ha sostenido sobre un crédito barato que ha engendrado niveles inéditos de endeudamiento. Su tejido social está fracturado, con desigualdades comparables a las de la década de 1920. La polarización política -alimentada por redes sociales y narrativas conspirativas- recuerda, por momentos, la fragilidad institucional de la República de Weimar. A esto se suma una pérdida progresiva de influencia y legitimidad internacional. Frente a ello, China avanza con una hoja de ruta que combina planificación estatal, innovación tecnológica, expansión comercial y fortalecimiento militar. A diferencia de Occidente, Pekín no improvisa: proyecta.
Europa, aunque ya no ostenta hegemonía global, no escapa a esta lógica. Como parte integral del sistema económico y financiero occidental, se ve arrastrada por sus tensiones internas. Su dependencia energética, su fragmentación institucional y su crónica falta de liderazgo estratégico la han convertido en un espacio más disputado que decisivo. El declive europeo es más lento, pero no menos profundo.
En este marco, vale la pena recuperar una analogía clásica: la comparación entre la Pax Romana y la Pax Americana. Ambas se sustentaron en el poder militar, una moneda dominante y una cultura expansiva. Ambas alcanzaron niveles altos de estabilidad y prosperidad… hasta que comenzaron a exhibir síntomas de fatiga: desigualdad creciente, fragmentación política, pérdida de legitimidad institucional. Si aceptamos el paralelismo, podríamos estar viviendo un momento similar al del siglo II d.C., cuando el equilibrio romano empezó a resquebrajarse desde dentro.
Pero sería un error reducir esta transición a un tablero geopolítico. El cambio de ciclo es también civilizatorio. Así como el paso de la era agraria a la industrial transformó radicalmente la organización social, la revolución digital —y en particular la revolución de la inteligencia artificial— está reconfigurando nuestras formas de producir, de aprender, de relacionarnos y de interpretar el mundo.
La familia nuclear, base de la modernidad industrial, da paso a estructuras más diversas. La enseñanza tradicional, concebida para formar empleados disciplinados, se ve superada por una economía que demanda creatividad, flexibilidad y aprendizaje continuo. Y los medios masivos, que durante décadas canalizaron el discurso público, han sido reemplazados por un entorno digital descentralizado, donde cada usuario es, al mismo tiempo, productor y consumidor de información.
La democratización de la inteligencia artificial —como la que se ha producido en los últimos meses— acelera aún más esta transformación. Lo que antes llevaba generaciones, hoy ocurre en una o dos décadas. Mientras la Revolución Industrial necesitó más de un siglo para alterar la vida cotidiana, la digital lo ha hecho en menos de veinte años.
Mentalidad de corto plazo
Sin embargo, las instituciones no han seguido ese ritmo. La política continúa operando con mentalidad de corto plazo. Los sistemas educativos siguen formando para empleos que están desapareciendo. Y los medios tradicionales pierden terreno frente a plataformas que premian lo emocional por sobre lo verificable. Este desajuste entre el cambio social y la respuesta institucional abre paso a fenómenos conocidos: nacionalismos, tecnofobia, repliegues identitarios y discursos anti-inmigración. Son respuestas simplificadoras a desafíos complejos. Y como muestra la historia, suelen agravar más que resolver.
El historiador Arnold Toynbee advertía que las civilizaciones no mueren asesinadas: se suicidan. Ray Dalio, sin llegar tan lejos, sugiere algo similar. Las potencias no colapsan solo por presiones externas, sino por su propia incapacidad para reformarse. Corrupción en el liderazgo, pérdida de valores compartidos, polarización extrema, endeudamiento crónico: estos son los síntomas que preceden al colapso.
La pregunta es entonces inevitable: ¿estamos condenados a repetir los errores del pasado? No necesariamente. Como escribió Karl Marx, los seres humanos hacen su propia historia, aunque en condiciones heredadas. La clave está en la conciencia histórica: una mirada crítica, comparativa, lúcida, que nos permita anticipar y actuar antes del colapso. El reconocer que estamos en un cambio de ciclo no significa asumir una postura determinista, sino abrir la posibilidad de actuar con inteligencia histórica. De anticipar, de prevenir, de imaginar alternativas.
Los imperios que sobrevivieron lo hicieron porque supieron reformarse antes de que fuera demasiado tarde. Los que perecieron confundieron síntomas con anécdotas. La historia, en ese sentido, no es un destino sellado, sino una advertencia permanente. Nos recuerda que todo sistema, toda cosmovisión, toda estructura de poder tiene un tiempo. Y que la lucidez empieza cuando dejamos de negar el final de una era y comenzamos a preparar el nacimiento de otra.
La historia no se repite, pero nos da pistas. Ignorarlas es nuestra decisión. También, nuestra responsabilidad.