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Un nuevo caciquismo

La Restauración (1875-1923) fue una etapa caracterizada por el progreso económico y social, gracias a la estabilidad política que promovió la Constitución de consenso de 1876, obra del estadista malagueño Antonio Cánovas del Castillo. 

No faltaron crisis, como las de 1898, 1909 y 1917, como tampoco lacras, una de las más destacadas el caciquismo. En un país con mayoría de analfabetos y gran parte de la población en la pobreza, los caciques eran personajes caracterizados por su posición económica y su influencia política, que solían comprar voluntades a cambio de favores. 

Por lo general, sin embargo, efectuaban esa actividad con cargo a su fortuna personal o su capacidad de influencia en el poder. Desde hace algún tiempo, a medida que el Estado se ha convertido, con gran diferencia, en el primer agente económico, asistimos en España a otro tipo de caciquismo, caracterizado por el ejercicio de sus intereses con cargo al dinero público. El cacique actual no actúa con su dinero, sino con el de los presupuestos de las distintas administraciones, o la capacidad para dictar normas que favorezcan a determinados colectivos. 

Es un Estado clientelar, con distintos grados, pero generalizado. Todas las fuerzas políticas lo ejercen, aunque está más extendido en la izquierda, donde hay gran número de mediocres que sólo en el ámbito público obtienen unos ingresos que jamás conseguirían en el sector privado, es decir, en la economía real. 

Hay otra diferencia sustancial entre los caciques actuales y los antiguos. Aquellos eran patriotas que no ponían en cuestión los pilares de la convivencia. En cierta forma cohesionaban a la sociedad, al engrasar las relaciones entre las personas menos favorecidas y el poder. Los de ahora tienen como meta principal la preservación de sus intereses, tanto de partido como los estrictamente personales. 

Así ha ocurrido con la negociación de los Presupuestos para 2022. El beneficio de la mayoría o la cohesión nacional han cedido ante las exigencias de partidos de extrema izquierda como Podemos o de otros separatistas, cuyo principal objetivo es la destrucción de España como nación. Esa calamidad llamada Pedro Sánchez no ha tenido el menor inconveniente en aceptar casi todo lo que le han puesto por delante. Apenas si se ha salvado el “vinillo” de Rioja, lo que no deja de resultar un símbolo, puesto que con el vino de Jerez forma los colores de la banderita.

Como hace más de un siglo, la principal defensa que tiene la sociedad frente a los caciques reside en la libertad de prensa, desde la televisión a los libros, aunque el principal ejercicio de la crítica reside aún en la prensa diaria, sobre todo la que se edita en papel, pero también en los digitales. 

Por esta razón tiene el poder tanto interés en condicionar la libre actuación de los medios, bien mediante normas como el totalitario proyecto de “Memoria Democrática” -que no es ni una cosa ni la otra-, la distribución arbitraria de publicidad institucional o subvenciones directas, que muchos necesitan para su propia supervivencia. Sin los medios de comunicación críticos, la libertad de los ciudadanos, y con ello la democracia, estaría en serio riesgo de desaparecer. No puede olvidarse que una parte sustancial de las fuerzas que apoyan al Gobierno son antidemocráticas y que el propio PSOE promueve o tolera iniciativas contrarias a la democracia, como la falta de respeto a la independencia judicial, la inmersión lingüística o las políticas de “memoria”.

El premio a la tontería de la semana corresponde, sin embargo, a Vox, por su negativa a respaldar los presupuestos que ha presentado el presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno, un político moderado que ha conseguido dar la vuelta a más de treinta años de ineficientes y corruptos gobiernos socialistas.

Santiago Abascal haría bien en tener en cuenta algunas observaciones de Edmund Burke, en particular aquella que dice “Cuando los malvados se conciertan  los buenos deben aliarse; en otro caso irán cayendo uno a uno, sacrificados implacablemente en una lucha mezquina”.

Miguel Platón

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