Categorías: Opinión

Sobre el derecho a vivir

Solo por la notoriedad de Gregorio Benito, ex defensa central del Real Madrid (tenía 73 años), hemos sabido que había muerto en soledad a causa del coronavirus en una residencia de mayores del madrileño barrio de Mirasierra.
De no haberse dado esa circunstancia cosida a la biografía del fallecido, habría sido una muerte invisible más de los 1.165 abuelos muertos en las residencias de esta Comunidad solo entre el 26 y el 30 de marzo pasados. Y a escala nacional, una muerte más de los aproximadamente 9.000 mayores que han perdido la vida como consecuencia de la pandemia que nos tiene confinados a todos desde el pasado 14 de marzo.

El dato es escalofriante. La mayoría de esas defunciones se ha producido en residencias públicas, privadas o concertadas por una malhadada combinación de factores que se han cebado sobre el principal grupo de riesgo, el de los mayores de 70 años.

El desbordamiento del sistema sanitario, la rapidez del contagio y la pérdida de cuidadores (unos por contagio y otros por miedo a contagiarse) hizo que se acumularan los cadáveres en las propias residencias sin tiempo a que las funerarias, desbordadas a su vez, los retirasen. Eso ha dado lugar a amargos momentos familiares. El exigido aislamiento de los cuerpos les ha convertido en muertos invisibles que se han ido en soledad. Procede hacer otra constatación más dolorosa respecto a muertos de la tercera edad, la más castigada por el coronavirus. Es que en esta guerra se está relativizando el derecho a la vida por razón de edad. Podemos decirlo de muchas formas, pero hay suficientes elementos de prueba para confirmar que los tratamientos se están ciñendo solo a los enfermos recuperables. En otras palabras, se trata de desahuciar a los más débiles, como hacían los espartanos con los bebes enfermizos. Aquí y ahora, los desahuciables son los abuelos.

Nunca pensamos que la presión sobre nuestro sistema de salud nos llevaría a jerarquizar de este modo el derecho a la vida, pero está claro que se está imponiendo la ética utilitarista propia de emergencias nacionales o situaciones de catástrofe. Una doctrina a la que no le faltan defensores. Por mejor decir, le sobran, al recostarse en el hecho estadístico: solo un 0,2% de los 10.935 fallecidos en España hasta ahora tenía menos de 30 años. Por tanto, los desahuciables son mayores de 70 años, que equivalen a un 85% de los que han perdido la vida. A partir de ahí, la conclusión es inevitable: optimizar el uso de los recursos exige seleccionar a los pacientes, con atención preferente a quienes tienen más posibilidades de salir adelante. Pero algunos no dejamos de creer que es aberrante la jerarquización del derecho a la vida.

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