Sería interesante en Melilla huir del llamado síndrome de Procusto, como me recuerda mi amigo Jacinto Montes, síndrome que se define como «aquel que corta la cabeza o los pies de quien sobresale», que es lo que literalmente hacía, según la mitología griega, el tal Procusto, convertido en posadero y que a los viajeros solitarios que se alojaban en su posada les ataba sus extremidades a las esquinas de la cama En el año 1787 el gobierno del por entonces gran Imperio Británico decidió poblar la lejana Australia y, de paso, quitarse de encima a unos cuantos miles de presos que estorbaban en las ya demasiado atestadas cárceles británicas. Así que mandó allí al capitán Arthur Phillip, quien desembarcó el 26 de enero de 1788 en Botany Bay y se trasladó inmediatamente a Port Jackson, hoy Sidney, con once barcos, presos, oficiales, marineros, celadores de los presos y 772 vacas, con la orden de poblar ese inmenso territorio, ese continente situado en las antípodas en el que vivían unas personas, hoy llamados aborígenes, de costumbres extraordinariamente primitivas.
Como hubiera dicho Samuel Huntington, si entonces hubiera vivido, se produjo el inevitable choque de civilizaciones -así ocurrió con el Imperio Español y los indios americanos, por ejemplo- y, con no menor inevitabilidad, tras la purga que el hambre, los insectos, las enfermedades, los castigos corporales que algunos sufrieron de manos de otros compatriotas y la falta de higiene que, entre otros males, los recién desembarcados británicos padecieron, los británicos, con su civilización, se empezaron a imponer a los aborígenes y a la suya, hasta terminar expandiéndose e imponiéndose totalmente. Qué pena, dirán esos admiradores, desde la comodidad y el desarrollo de la civilización actual, con lo bien que vivían estos aborígenes tan primitivos y con una esperanza de vida de unos quince años. Qué bien, dirán la inmensa mayoría de los actuales pobladores de Australia, que gozan de un alto nivel de vida y que están, todavía, en pleno desarrollo. Desde entonces, y hasta ahora, Australia pertenece al Commonwealth, al mundo común, la mancomunidad británica, con la reina como referencia y su efigie en su moneda, el dólar (australiano, naturalmente).
La impresión primera que Australia produce, compartida por todos los amigos que hicimos el viaje, es la de un inmenso territorio (quince veces mayor que España) muy diverso, relativamente poco poblado (algo más de 22 millones de habitantes), con predominio anglosajón pero con mucha aportación asiática y muchos trabajadores extranjeros muy integrados, con un alto nivel de vida, con muchos jóvenes y con una capacidad inmensa de desarrollo, basado en la practicidad. Contrasta la «vejez» de Europa, en población e ideas, con la «juventud» de Australia, en los dos mismos conceptos, una «juventud» aplicable a jóvenes y mayores, y a mujeres y hombres, por supuesto.
Llegamos el 6 de febrero a Darwin, una ciudad pequeña, capital del Territorio del Norte australiano, que fuera bombardeada y casi totalmente destruida por los bombarderos japoneses durante la II Guerra Mundial. Un calor enorme y unas lluvias torrenciales nos acompañaron durante la estancia en ese territorio norteño australiano, con razón conocido como Las Tierras Húmedas. Visitamos, como buenos turistas, el inmenso Parque Nacional de Kakadu, pasando por el caudaloso río Adelaida y observando cocodrilos acostumbrados a saltar para comer la carne de búfalo que, como carnaza, les exhiben, desde unas lanchas, los cuidadores/as del Parque (uno de los muchos que existen en Australia, que, con razón, se precia de ello).
En avión, porque la inmensidad del territorio no aconseja otra cosa, nos desplazamos dos días después a Alice Spring, en la Australia Central, para, de nuevo como buenos turistas, ir a Uluru y ver la famosa Ayers Rock, formación rocosa icónica que se eleva 384 metros sobre el nivel del mar y unos 700 metros más se ancla en el subsuelo, más o menos como los Montes Olga, próximos a la roca Ayers. Con más de 40 grados de temperatura, una humedad muy alta y unas lluvias torrenciales, esporádicas pero frecuentes, no resultó muy fácil distinguir los diferentes colores que, según las guías turísticas y la credibilidad usual de los turistas, se pueden admirar en las inmensas formaciones rocosas a medida que el sol las ilumina desde uno u otro ángulo, pero bueno, bien está ver o imaginar lo que se puede o se quiere ver.
Más avión y viaje, ahora sí, a la civilización del siglo XXI, con sus ventajas e inconvenientes, viaje hasta Sidney, capital del Estado de Nueva Gales del Sur y una gran ciudad, enormemente atractiva, con una diferencia horaria de diez horas más respecto de la Península española. Magnífica ciudad, mezcla de pasado, presente y con un futuro que será, más que previsiblemente, aún mejor que el presente. Hay muchísimo que ver en Sidney, además del barrio The Rock, antes complejo de almacenes, ahora sede de la post modernidad y el turismo. O de la preciosa catedral católica. O la archifamosa, modernista y ultra funcional Opera, casi integrada en el mar y en la que vi un espectáculo homenaje a John Lennon (para mí bastante aburrido, por cierto). O los impresionantes complejos de tiendas y almacenes del Centro de la ciudad, comunicados entre sí por puentes aéreos, ofreciendo las mejores marcas del mundo y, una vez más, una atractiva mezcla de edificios llenos de historia con rascacielos ultramodernos, visitados por personas de muy diferentes edades (predominantemente jóvenes), culturas y procedencias. Y un denominador común: cuando nos preguntaban de dónde éramos y contestábamos que de España, se asombraban y alegraban, quizás porque todavía no van muchos españoles a Australia y porque tenemos buena imagen (como ellos la tienen entre nosotros y pude comprobar entre los españoles que se enteraron de mi viaje a las antípodas).
De mi visita a la pequeña ciudad de Katoomba, a la que fuimos en tren desde Sidney, recuerdo más que la visita a las Montañas Azules y a las Tres Hermanas (mito aborigen de tres bellas muchachas que se convirtieron en piedra) el tradicional y esplendido hotel Carrington, que debe su nombre y su arquitectura victoriana a quien fuera gobernador inglés de Nueva Gales del Sur desde 1890 hasta 1895 y al que la ciudad de Katoomba le reconoce buena parte de su actual desarrollo turístico.
Vuelta a Sidney y avión a Melbourne, la ciudad más señorial de Australia (aunque menos atractiva que Sidney) y a la que, junto con las experiencias en Ballarat y Waarnanbool y la famosísima Great Ocean Road, dedicaré una nota en mi próxima Carta, tras terminar hoy con dos comentarios. El primero: comprobado el caso de Australia, la civilización que existió (la de los ahora llamados aborígenes) y la actual, me parece que, en muchos casos, como en el australiano, cualquier tiempo pasado fue bastante… peor, diga lo que diga el «progresismo» actual y desafortunadamente dominante. El segundo: la economía australiana está entre las cinco más libres del mundo, según el Índice de Libertad Económica 2016 y es una de las que tiene el PIB más alto, todo eso basado en la flexibilidad, competitividad y solidez que han posibilitado su desarrollo y su prosperidad durante las últimas décadas. Lo contrario de lo que nos ocurre en Melilla, dicho sea de paso, aunque insistiendo en que el cambio en nuestra ciudad es, todavía, posible y Australia, aún con enormes diferencias con respecto a nosotros, es un ejemplo muy llamativo de crecimiento y desarrollo que ha beneficiado, y sigue beneficiando, a la inmensa mayoría de los australianos y a los muchos que vienen a este atractivo continente en busca de nuevas experiencias y de una vida mejor.
Posdata. Sería interesante en Melilla huir del llamado síndrome de Procusto, como me recuerda mi amigo Jacinto Montes, síndrome que se define como «aquel que corta la cabeza o los pies de quien sobresale», que es lo que literalmente hacía, según la mitología griega, el tal Procusto, convertido en posadero y que a los viajeros solitarios que se alojaban en su posada les ataba sus extremidades a las esquinas de la cama y, si el viajero era más grande, le cortaba las extremidades que sobresalían, para que encajase exactamente en el lecho, para que no sobresaliera, en suma.
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