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Aprendiendo el oficio de poetizar

El oficio de poetizar es como el de un orfebre, como el escultor que intenta esculpir el culo de una persona de setenta años con las arrugas de la edad, sea de hombre o de mujer. Hace muchos años, yo me decanté por la escritura, más bien por la poesía, cuando una mañana saluándome, llegó hasta mis cuadernos, siguiéndome desde entonces. Hay veces que me persigue hasta la madrugada. Es muy modesta y sencilla, considerándola pura y limpia, como las charlas entre amigos y familiares en un patio enjalbegado. Hay otros que tienen la suerte de escribir con caligrafía de amanuense y de buen pendolista por encargo, pero con palabras vacías que no te dicen nada, solo su fatuidad e ignorancia supina de idiotez. Creo que todos los que tenemos la gran suerte de que nos publiquen nuestras “paridas literarias”, como a menudo lo hace este periódico, debemos hacer de modestos guardianes de nuestra lengua e intentar ser aprendices de la prosa, de nuestra manera corriente de hablar, y también de cómo nos expresamos, aunque para algunos el léxico sea pobretón por falta de lectura y consultas a la RAE. Debemos ser el descansadero de quienes nos leen, porque pienso que el ser escritor es un rango que solo te conceden los lectores, y sin ese rango, el narcisismo y la egolatría campan a su gusto cogiditos de la mano. A los lectores, al menos, hay que arrancarles una sonrisa, o una reflexión, y si te ponen verde te jodes.

Sin ser filósofo, ni mucho menos, solo lector empedernido de todo lo que cae en mis manos, creo que la filosofía sirve para enseñar y para aprender a vivir bien con uno mismo; auténtica tarea de cualquiera que le dé por hacer vibrar las membranas que le cubren el cerebro, o sea, pensar positivamente en todo lo que nos rodea. Algunos libros que caen en nuestras manos y son devorados con fruición robándonos horas de sueño, hay que leerlos de un tirón, y releerlos a menudo para que te hagas la idea de que tienes un pensil florido en las manos, que con solo abrirlo por cualquier página te deleites con sus palabras y amarlas, aunque sean inesperadas, aunque te lleguen de sopetón y llenas de bondad, o de sutileza. Perseguirlas hasta que las tienes en tu memoria, y copiarlas incluso para metamorfosear tus escritos.

Humildemente creo que los pocos volúmenes que masticamos y llegamos a digerir son los que se instalan a perpetuidad en nuestras almas. A estos les llamo de cabecera o de consulta, siendo los mejores. Otros, apenas los probamos, los dejamos para cuando estamos aburridos, y sin tomar ninguna nota de ellos. Dice mi amigo Juan que estos libros aburridos, junto algunos artículos vacíos, se los lleva al retrete, porque en vez de leerse las marcas y las composiciones de los champús y las pastas de dientes, que ya las tiene muy leídas y archisabidas, se entretiene con el muermo mientras se alivia el vientre: ¡Qué cosas tiene, el tío!. Pero todos, ya sean muermos, incunables del año de la polka, biografías o libros de eruditos, todos curan una de las enfermedades más peligrosa que existe en el mundo: la Ignorancia, enfermedad, como decía Aldous Husley, que el ignorante ignora hasta su propia ignorancia. Si alguna vez hacen la comprobación, verán que ésta siempre se coloca en primera fila para que todo el mundo la vea, como suele hacer el ignaro o tontorrón en una reunión, para darse importancia que no tiene; pero la inteligencia se pone detrás, para ver lo que pasa, como hace el inteligente, el listo, muy cuco él.

El oficio de escribidor es tan sagrado, y complicado, que no se llega nunca, no existe meta alguna, igual que la música y las matemáticas; por eso cuando yo escribo sobre Melilla lo hago por nacimiento, por los recuerdos constantes, y sobre todo por amor a mi esposa que también es natural, legítima, de la ciudad, -lean como un símil de los hijos legítimos y los naturales-. Ambos somos hijos legítimos de Melilla. Es como la cima de mi conciencia como persona bien nacida.

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