Si el pasado mayo unos pasajeros se quejaron por el hecho de que habían llegado a la ciudad, pero sus maletas no; hoy traemos más críticas a la gestión de AENA porque esta vez sí llegaron las maletas, pero varias lo hicieron rotas. Además, las Fuerzas de Seguridad les admitieron que, desgraciadamente, no se trata de un hecho puntual y ocurre más de lo que se puede considerar normal.
En este sentido, no debemos olvidar que hay lugares donde volar es una elección, pero en Melilla es una necesidad. No existen trenes que nos conecten con el resto del país, ni carreteras que crucen fronteras abiertas sin restricciones. Aquí, el aeropuerto no es solo una infraestructura: es una arteria vital que mantiene el pulso de la ciudad. Por eso, cada deficiencia en su funcionamiento trasciende lo anecdótico y se convierte en un problema estructural. Uno que, lejos de resolverse, parece agravarse con el tiempo.
Como decíamos, hace escaso tiempo, varios pasajeros denunciaban que habían aterrizado en Melilla… pero sus maletas no. Hoy, las críticas vuelven, y esta vez con maletas que sí llegaron, pero destrozadas. Y lo más preocupante no es solo el daño material: es que los propios agentes del orden les admitieron que este tipo de incidencias son más frecuentes de lo que cabría esperar. No hablamos de excepciones ni de mala suerte. Hablamos de una dejadez sistemática que comienza a ser inaceptable.
Como si no bastara con el perjuicio, quienes desean presentar una reclamación por sus equipajes rotos deben además soportar largas colas. Lejos de recibir un trato preferente por ser afectados, se les empuja al final de la fila, como si lo que les ha ocurrido no fuera más que un trámite más en la burocracia del abandono. Es un doble castigo: primero el daño, luego la indiferencia.
Esta situación pone de manifiesto algo más profundo: la desconexión entre la importancia estratégica de nuestro aeropuerto y la gestión que se hace del mismo. AENA no puede tratar a Melilla como una escala más en su mapa.
La singularidad geográfica de nuestra ciudad exige una atención especial, una sensibilidad que brilla por su ausencia. Y lo que está en juego no es solo la comodidad del viajero: es la imagen de Melilla, la confianza de quienes nos visitan, y la calidad de vida de quienes aquí residimos.
Melilla no puede permitirse el lujo de resignarse. Merecemos un aeropuerto digno, eficiente, respetuoso con los derechos de los pasajeros. Merecemos que volar no sea una odisea cada vez más frustrante. Porque cuando el avión aterriza y la maleta no —o lo hace hecha trizas—, el daño no es solo al equipaje: es a toda una ciudad que aspira a atraer turistas.
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Ahora son las maletas rotas y un trato incorrecto
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