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Una losa de cuarenta y tres años

Por fin, el Consejo de Ministros ha aprobado el Real Decreto que permitirá sacar al dictador de El Valle de los Caídos. Hace cuarenta y tres años que murió Francisco Franco y ni la transición ni la Ley de la Memoria Histórica consiguieron en su momento convertir ese mausoleo, levantado por los presos republicanos condenados a trabajos forzados, en un monumento a los muertos de una cruenta guerra civil, consecuencia de un alzamiento militar de quien hoy ocupa el lugar preferente en la basílica.
La exhumación en nada va a cambiar la vida de los ciudadanos del 2018, salvo para la familia Franco que se opone a modificar ni un ápice el temeroso respeto que la democracia les ha rendido durante tantos años y que les ha permitido disfrutar de privilegios, como el pazo de Meiras, y otros bienes de procedencia pública.

Pero, en ninguna democracia de nuestro entorno, en pleno siglo XXI, existe una tumba mayestática que recuerde a los pueblos la figura de un dictador que manejó con mano de hierro la vida y haciendas, el pensamiento, la moral, las costumbres e incluso la fe de sus contemporáneos.

La convulsa historia del pasado siglo, las dos guerras mundiales, los siniestros personajes que alumbró, han sido objeto de una revisión histórica y todos y cada uno de los sátrapas que causaron millones de muertos, como Hitler o Stalin, ocupan el lugar que les corresponde en la historia. Porque ya es sabido que los pueblos que pierden la memoria vuelven, una y otra vez, a cometer los mismos errores y horrores.

Es verdad que sacar a Franco de Cuelgamuros no era de urgente necesidad, pero con ese argumento han pasado cuarenta y tres años. Nunca venía bien. Nunca había consenso. Y el tiempo, que todo lo matiza, habría logrado que se olvidara todo, incluso la terrible represión de la pos guerra, los muertos de las cunetas, los juicios sumarísimos. Una dictadura con todas sus letras.

Por otro lado, la entrega de los restos a su familia, para que lo entierren donde tengan a bien, permitirá convertir ese monumento de dudoso gusto en un centro de reconciliación, dado que las criptas, ahora al borde de la ruina, guardan los cuerpos de soldados de los dos bandos que tenían la misión de acompañar a Franco en su penúltima morada. Los republicanos, como ya es sabido, fueron trasladados desde las fosas comunes donde se les arrojó tras ser fusilados o desde las cunetas. Algunas familias llevan decenios reclamando sus restos para evitar el sarcasmo de compartir la tumba con su ejecutor. Ahora podrán dormir en paz.

No era urgente, pero si justo y necesario.

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