Decía Winston Churchill que “la democracia es el peor sistema de gobierno, excepto por todos los demás”. Hoy, ese “peor sistema” está siendo asediado desde dentro, no por golpes militares ni dictaduras abiertas, sino por líderes que se presentan como la voz del pueblo mientras debilitan, hasta hacerlos tambalear, los contrapesos democráticos. El nuevo populismo ha encontrado en las redes sociales el camino perfecto para avanzar.
Las redes sociales son el nuevo parlamento del populismo
Ya no hacen falta una tribuna parlamentaria ni periodistas incómodos. Hoy basta con una cuenta en cualquiera de las redes sociales. Donald Trump lo entendió mejor que nadie: mientras los grandes medios lo ignoraban o lo criticaban, él construía un imperio de seguidores tuiteando a las tres de la mañana. Sus presidencias fueron y siguen siendo un experimento a tiempo real de cómo un populista puede gobernar, saltándose todas las formas tradicionales.
López Obrador y su seguidora Sheinbaum, en México, han llevado esa estrategia aún más lejos con sus “Mañaneras”: conferencias diarias de varias horas de publicidad gratuita, donde ellos decide el tema, el tono, y la duración. Disfrutan de una audiencia cautiva y de un mensaje sin filtros.
Las redes sociales no sólo permiten a los líderes hablar sin intermediarios. También evitan los controles. El líder no informa: interpreta, acusa, simplifica. Y sus seguidores no escuchan: repiten, aplauden, atacan. Como decía Umberto Eco, “las redes sociales han dado voz a legiones de idiotas”.
Burbujas, odio y polarización
Los algoritmos de las redes no están diseñados para promover la verdad, sino para captar y retener la atención. Y nada retiene más que el odio. Así nacen las burbujas: cada uno lee sólo lo que quiere oír. La indignación se viraliza. El que piensa distinto, molesta. El adversario político se convierte en enemigo.
Steve Bannon, estratega de Trump, lo explicó sin rodeos: “Inundad la zona con porquería”. No importa que sea verdad o mentira. Si confunde, si agita, si debilita al otro, ya ha cumplido su función. Las “fake news” no son errores, son armas. Y los populistas las usan con precisión quirúrgica.
En este ambiente, los medios tradicionales pierden terreno, los periodistas son tildados de “enemigos del pueblo” y la democracia se degrada. Porque cuando todo es ruido, la razón ya no tiene espacio.
¿Por qué funciona el populismo?
Funciona porque responde al hartazgo. Porque da explicaciones sencillas a problemas complejos. Porque encuentra culpables donde otros ofrecen matices. Porque promete soluciones rápidas y poder para los de abajo.
Cuando Barack Obama asumió la presidencia, reconoció que millones de estadounidenses se sentían ignorados por un sistema que sólo escuchaba a Wall Street. Esa brecha emocional es la que explotan los populistas: prometen que ellos sí “escuchan al pueblo”. No importan los datos, importa la emoción.
Y el populismo no tiene color único. Hay populistas de izquierda que acusan a los banqueros, al neoliberalismo y a las élites económicas. Y hay populistas de derecha que atacan a los inmigrantes, a los intelectuales y a Bruselas. Lo importante no es tanto el contenido como el método: dividir, enfrentar y concentrar poder.
Instituciones fuertes vs. democracias de papel
En países con instituciones sólidas – como Alemania o Reino Unido- el populismo provoca ruido, pero rara vez logra tumbar el sistema. En cambio, donde las instituciones son más débiles, el populismo devora la democracia desde dentro.
Hugo Chávez llegó al poder por las urnas, pero desde allí desmontó el sistema pieza por pieza: tribunales, parlamento, medios, universidades. Lo mismo hizo Viktor Orban en Hungría, que hoy presume de “democracia iliberal” y persigue a quien no comulga con su cruzada nacionalista. Recep Tayyip Erdoğan en Turquía ha transformado una democracia parlamentaria en una autocracia de facto. Todo con votos. Todo con respaldo popular.
En España, a pesar de los repugnantes escándalos de todo tipo ya conocidos, según las encuestas Sánchez aún cuenta con un 25% de apoyo.
Trump dijo que él podía matar a alguien en la principal avenida de Nueva York y el pueblo le seguiría votando. Sánchez quizás no llega a tanto, pero el apoyo que conserva solo puede ser explicado por el ruido y el odio “al otro” y por el miedo de sus incondicionales a perder las prebendas de las que ahora disfrutan.
Populismo económico: pan para hoy, ruina para mañana
El populismo no sólo empobrece la política, también arruina la economía. En su afán por obtener votos los líderes populistas gastan sin medida: subsidios masivos, aumento de salarios públicos, planes sociales sin financiamiento.
En España la deuda es mayor que el PIB, o sea que todo lo que produce España en un año no alcanza a cubrir las deudas.
Argentina es un crudo ejemplo, ya que el país ha vivido ciclos de euforia populista seguidos de colapsos: hiperinflación, devaluaciones, default.
En Venezuela, Chávez usó el petróleo para financiar su “revolución bolivariana”, pero cuando el precio del crudo cayó, el país entró en una espiral de escasez, hambre e hiperinflación. Hoy millones de venezolanos han huido.
Méjico ha evitado de momento ese abismo, pero ha enviado señales preocupantes: debilitamiento de organismos autónomos, ataques a los reguladores, decisiones económicas por decreto, gastos masivos en infraestructuras poco aprovechadas o innecesarias.
Las características comunes a las economías populistas son: énfasis en el consumo inmediato; endeudamiento y déficit fiscal; nacionalizaciones y desconfianza de los inversores privados; controles de precios y escasez; inflación y devaluación monetaria; deterioro de la calidad económica institucional; polarización y salida de capitales.
El problema no es gastar, sino gastar mal. El populismo no construye futuro: compra votos en el presente.
Escuelas y universidades: nuevos blancos del populismo
Donde más daño hace el populismo, aunque no siempre se note de inmediato, es en la educación. Porque el pensamiento crítico molesta y porque las universidades son espacios de libertad. Y porque formar ciudadanos autónomos es lo opuesto a fabricar votantes obedientes.
En Venezuela, la educación fue colonizada por la ideología chavista: himnos, lemas, propaganda. En Hungría, Orban cerró universidades independientes y recortó financiación a carreras que no encajan con su narrativa “patriótica”. En Estados Unidos se dictan instrucciones a las universidades sobre lo que deben enseñar y se castiga a los “infractores”, entre los que se encuentra Harvard. En España se reescribe la historia, sin base científica, para acomodarla a los deseos de los gobernantes populistas de turno. En muchos otros países se desprecia a los docentes, se politizan los libros de texto y se persigue a la ciencia.
Sin educación libre, no hay democracia. “La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”, dijo Nelson Mandela. El populismo lo sabe. Por eso intenta desarmarla.
¿Hay salida?
Sí, pero las democracias no se salvan solas. Necesitan ciudadanos que lean, que exijan, que voten con criterio, que no se dejen embaucar por los atajos emocionales. Necesitan jueces independientes, periodistas valientes, instituciones que funcionen.
Y necesitan que quienes creen en la democracia vuelvan a hablar con claridad. No basta con denunciar al populismo. Hay que ofrecer alternativas que ilusionen. Como escribió Vaclav Havel, “la esperanza no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, hagamos lo que hagamos”.
Hoy, defender la democracia tiene más sentido que nunca. Porque, si no lo hacemos, otros llenarán el vacío con ruido, odio y mentira.
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