melillahoy.cibeles.net fotos 834 Juan Aranda web
Cuando estaba cercano a que se le olvidase de respirar, me decía hace muchos años, un anciano amigo, maestro represaliado de la II República, en la Barcelona de los 60, refiriéndose a los falsos beatones, que la gran mayoría desconocen los entresijos de la Iglesia: “Mira, portador de noticias: el filósofo Renan decía que los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él”. Eran los años que los chistes de Mingote, los veíamos en colores en los periódicos, a pesar de que sus dibujos estaban en blanco y negro, como era todo en aquéllos años. Era cuando se afirmaba la indisolubilidad del matrimonio, y Franco entraba en las iglesias bajo palio, con el permiso de los señores obispos, y la anuencia del Papa; y en los cines, antes de la película, el mundo entero estaba al alcance de todos los españoles. Mi amigo me decía que no dudase de la veracidad de sus historias, porque todas eran reales como la vida misma; y tanto que lo eran; por eso yo siempre me las creí. Contaba que al acabar la asquerosa guerra, “Que comenzó en tu pueblo”, me decía; no quiso ver a nadie, encerrándose en su casa, sin salir; solo para colgar la jaula con su pajarillo, en el quicio de la puerta de su casa. La vivienda, con el olor característico de la falta de ventilación, era muy espaciosa, y debido a los pocos cachivaches desparramados por todos sus rincones, parecía padecer el síndrome de Diógenes, pero no era así, porque cada cosa estaba en su sitio, muy bien colocadita . Yo siempre experimentaba un extraño placer, cuando me invitaba a su habitación, que era su “Sancta Sanctorum”, toda repleta de libros muy usados, con el característico olor a viejo, y el color amarillento, del tiempo transcurrido, en sus hojas. Solía llevar colgado al cuello unas gafas, que él llamaba, “Los quevedos del Ilustre Renco”. Lo de “Ilustre Renco”, era por Quevedo, que era cojo, y usaba los famosos lentes redondos, tan famosos que se observan en todos su cuadros; que él tomó la costumbre de cuando impartía clase en su vieja escuela. A veces me decía: “Toma, léeme esta estrofa, a ver qué te parece; y no te pongas nervioso, que Sócrates también se trabucaba cuando hablaba en público”. Lo de trabucarme era porque me entraba tal vergüenza que parecía no saber leer bien. Pobre de mí, que estudié en un colegio de balde, que solo había leído a Salgari, a Julio Verne, y a Marcial Lafuente Estefanía. La estrofa era algo algo así como: “Esta cadena la llevo siempre para no perderme en el laberinto de mis amores olvidados”. También solía comentarme: “Quiero que sepas que todas estas palomitas, y los cientos de sus congéneres que sobrevuelan las alturas de este cubil (su casa), algún día te pertenecerán; y no estoy loco, ¡eh!”. Las palomitas que yo iba a heredarle eran unas pajaritas, y grullas, que él fabricaba con cualquier trozo de papel que caía en sus sarmentosas manos. A veces yo me preguntaba, cómo era posible que con esos dedos morcillones de carnicero, tan grandes, podía practicar la papiroflexia, y hacer esas delicadas figuras de papel. Decía que esa práctica se la enseñó con mucha paciencia, D. Miguel de Unamuno, “El viejo profesor que tuvo los santos cojones de cabrear a Millán Astray, en presencia de la “Señora de los Collares”. Todo acabó un día de diciembre, cuando me dirigía a su casa para hacerle la visita mañanera de rigor. Aunque él apenas recibía correspondencia, una vecina me dijo que encima de una mesita, en el dormitorio donde escribía y escuchaba en una radio galena, Radio Pirenaica, “El Altavoz de los Vencidos”, con una manta sobre la cabeza. La carta, muy escueta, dirigida al “Cartero del Norte de África”, que era yo, decía: “Estimado amigo, paciente oidor de este viejo parlanchín: como verás aquí tienes todos los pajaritos que te prometí, te ruego que subas al Tibidabo y desde allí los lances al cielo de la ciudad que tanto amé”. Fue entonces cuando yo, con apenas 21 años, todo un funcionario del Estado, a punto de vestir el kaki para servir a la Patria, caí en la cuenta de que tenía ganas de llorar; aunque las lágrimas fueron internas, como el agradecimiento que le tuve a aquél viejo profesor, que fue perseguido y encarcelado ignominiosamente, en aquél edificio artificial, pragmático y dúctil, que el “cuñadísimo”, y el coro de conmilitones, comenzaron a construirle al dictador, durante la guerra, y que duró 40 tristes años. Fue el que me dijo que el franquismo rompió bruscamente el ritmo normal de la literatura española, imponiendo dentro del país, la mediocridad gris, y uniendo a los escritores e intelectuales exiliados (como lo fue él), de su público natural (como lo fui yo). Aquél anciano, aparte de tener gran mérito como profesor, escritor y poeta, fue un hombre de fino ingenio, de amabilidad sencilla y exquisito trato. Alguien me dijo que también era Licenciado en Derecho, un Derecho que también le hurtaron, por la cara.
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