Llegaron con sonrisas,
desplegando las velas,
oliendo a aceite
y enseñaron a todo el mundo
que lo difícil es lo valioso.
Vivían del levante,
del precio del azufre.
Con sus manos de pez,
eran los portadores
de lo desconocido
y jamás embarcaban
sin la voz del oráculo
sobre los hombros.
Trajeron animales nunca vistos,
tótems de pesadilla,
extraños gestos
como cerrar los ojos
para dormir.
Transportaban el polen
de un puerto a otro
alegremente,
pero no nos dejaron
panal alguno.
Y siempre se quedaban unos cuantos vidrieros
por si llegaba algún eclipse no previsto,
pues las noches
escancian vastedades
a falta de noticias.
(Es lo que nos sucede siempre:
todo parece más inmenso
a falta de noticias)
Llegaron para verse entre los vientos,
tomaron por ojales a los hoyos del agua
para pescar mejor,
e hicieron más profundas las cavernas
en la gran roca.
Peinando las mareas
olvidaron mezclar el vino,
de modo que sorbieron las vocales
para imitar la voz de las corrientes.
Para amar evitaban los pronombres,
leían la sintaxis
de las estrellas
y con el suave tacto de los labios
supieron dar memoria a la miel.
Muchos siglos después un faro
se alzaría con piedras
hexagonales,
grises y oscuras,
donde los horizontes
suben y bajan
según como se mire,
donde yo me imagino verdadero
y no he dicho a nadie
que este levante
lo inventaron los fenicios.
En Akros-Rusaddir, 380 a. C.
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