Categorías: Opinión

Pandemia, confinamiento, Alzheimer y Navidad

Indiscutiblemente, la aparición de la Covid-19 a cambiado nuestra forma de vivir. Ahora, más bien nos centramos en sobrevivir: al virus, al ERTE, al confinamiento, a la soledad… Si con alguno de estos hechos convivimos cualquiera de nosotros en el día a día, especialmente afectadas se han visto las familias entre las que alguno de sus miembros tiene Alzheimer. Sólo quienes han conocido la enfermedad de cerca, saben bien lo que esto supone.
Estas personas requieren de todo un arsenal de recursos humanos y materiales para un tratamiento digno. Hablo de una persona pendiente de ellos 24 horas al día; de psicólogos que los estimulen y frenen el avance de su enfermedad armados con fichas de lego, puzzles o tarjetas visuales; de auxiliares o técnicos socio sanitarios que los acompañen (con todo lo que esta palabra implica), bañen, cambien sus pañales y ayuden en tareas de alimentación; de médicos que atiendan tanto el Alzheimer y sus otras pluripatologías, como a las personas que las padecen; de sillas de ruedas, andadores, grúas, pañales, espesantes, medicamentos… No es difícil imaginar el costo personal y económico que estos cuidados suponen a las familias, y lo difícil que es obtenerlos en circunstancias normales.

Con estas condiciones de partida, llega el coronavirus. Y nos hace evidente, no sólo que no hemos previsto una atención integral REAL para esta vulnerable población, si no que tampoco vamos a dotarla de recursos especiales ante esta amenaza inminente que, para ponerle la guinda al pastel, se ceba especialmente con este colectivo.

Hemos sido testigos de como se dejaba a nuestros mayores, muchos de ellos con demencia, encerrados a su suerte en residencias sin personal ni recursos suficientes para atenderlos; de como se planteaba si su vida merecía la pena ser salvada; de cómo morían solos; de como sus salidas, su ocio, sus contactos con sus seres queridos… se han visto reducidos a prácticamente nada.

No hemos tenido en cuenta que una persona con Alzheimer, ya era prisionera de si misma, ya estaba recluida entre las paredes que esta enfermedad había construido a su alrededor. Y no siendo esto suficiente, confinamos una mente ya aislada, para protegerlos del virus.

Las instituciones que trabajan con esta población, como la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer de Melilla, han hecho con los pocos recursos que tenían todo lo que han podido. Llamando a las familias durante el confinamiento total, luego estableciendo visitas a domicilio durante la desescalada y el aumento de casos posteriormente, reabriendo sus centros en cuanto fue posible, cancelando salidas y actividades de ocio previstas fuera del centro… Y, en definitiva, luchando contra esta nueva situación usando de escudo una mascarilla quirúrgica y un bote de gel hidroalcoholico. Y pese a todo, aunque no es el caso de nuestra asociación, otras entidades han sido culpabilizadas por no tener, ni ser dotados a tiempo, de recursos para luchar contra esta pandemia.

Con el aumento de los brotes, nos encontramos nuevamente ante la incertidumbre: qué pasará mañana, podremos adaptarnos, qué necesitaremos, cómo podemos seguir ayudando a las familias y enfermos… y de fondo, unas navidades atípicas que se acercan sigilosas. En estas fechas de reunión familiar, comidas, abrazos y regalos… Me pregunto cómo podríamos adaptarnos para que nuestros usuarios vean las caras de sus seres queridos. No hay que restar importancia a esta cuestión. Piensen que, en algunos casos, serán las últimas navidades en las que puedan reconocer el rostro de las personas que quieren.

Pero, ¿cómo hacerlo y seguir estando protegidos? Y, por qué no plantearlo, en qué casos merece la pena estar protegido, si para ello deben pasar aislados de todo lo que aún aman, porque aún aman, los últimos momentos que les quedan de ser ellos mismos.

Difíciles preguntas que se enmarcan en un complejo contexto. Dolorosas sólo por ser planteadas, pero que, sin duda, urge sean respondidas.

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