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Nacionalismos, individualidades, egoísmos

Líderes mundiales

Visto desde fuera, con una visión geopolítica, el mundo actual parece cada vez más alejado de la herencia que nos dejó el derrumbamiento de la Unión Soviética. Parecía entonces que se abría el futuro a una democracia basada en los tradicionales valores judeocristianos en lo político y al liberalismo o neoliberalismo en lo económico.

Obviamente este cambio se percibía más fácil y posible en el mundo occidental, pero se abría la esperanza de que se extendiera a Rusia y China, así como al mundo árabe donde una naciente “revolución democrática” lo haría posible.

Ese nuevo mundo era monopolar, con los Estados Unidos como única superpotencia, pero esa situación duró poco, posiblemente por incitar a las superpotencias en declive – Rusia – y a las nacientes – China – a ocupar el vacío geopolítico que dejaba una cada vez más aislacionista política exterior de los Estados Unidos. Si bien ese vacío se hizo significativo durante el mandato de Obama, adquirió su mayor expresión durante el de Trump.

Pero para impulsar a sus países hacia la consecución de ese objetivo, que podría parecer en principio difícil de alcanzar, hacían falta líderes fuertes en China y Rusia y así se consolidaron Xi y Putin. Si a esto le unimos el desencanto de buena parte de la población con la democracia tradicional y el individualismo egoísta de la población y de los dirigentes, aparecen los dictadores en esos dos países, con más fuerza aún en el caso de Xi que se ha asegurado un mandato vitalicio, al puro estilo Mao.

Aparece entonces una paradoja de gobierno difícilmente superable, la de China. Un país de partido único, con régimen fuertemente dictatorial y con una política económica de capitalismo salvaje, realizada fundamentalmente en la zona costera y beneficiando principalmente a los miembros del partido, siguiendo así la tradición comunista y abandonando a su mala suerte a buena parte de la población del interior, con la promesa de que también les llegará su turno, algún día. 

Recuerdo los años 2007 – 2008, durante la preparación de la olimpiada de Beijing, a miles de trabajadores procedentes del interior, viviendo en carpas sobre las aceras, sin ningún tipo de calefacción o de servicios sanitarios, a 15 grados bajo cero durante el invierno y a 35 en el verano. Además, qué paradoja, al no estar registrados en Beijing ni tener permiso para abandonar su pueblo o ciudad – el llamado “hukou – sin ningún derecho social de ningún tipo y aislados de sus familias durante todo el año, con la excepción del año nuevo chino cuando viajaban para una semana de vacaciones, en trenes tan abarrotados que muchos debían efectuar todo el trayecto de días en pie y sin poder usar los baños, que estaban ocupados por otros viajeros.

El caso de Rusia es ligeramente diferente, como diferentes son la mentalidad asiática y la cuasi europea, pero son iguales la dictadura de Putin, que no se sabe cuándo acabará, y el enriquecimiento de los oligarcas cercanos al partido. Pero a diferencia de China, que está invirtiendo en investigación y desarrollo, generando, comprando, copiando o robando la tecnología, así como en manufactura e industria pesada, Rusia depende en gran medida de sus exportaciones de petróleo, gas y otras materias primas.

Pero volvamos al mundo occidental. La población de muchos países también está buscando líderes fuertes, que les saque del ciclo de empobrecimiento a que se han visto sometidos, primero por la crisis de las hipotecas y después por el COVID. Y también por el desencanto con la clase política tradicional que ha demostrado sobradamente y con frecuencia su incompetencia.

Pero en esta búsqueda se han encontrado con dos tipos diferentes de líderes, ambos igualmente perniciosos: los líderes populistas y los líderes dictatoriales, aunque en muchos casos ambas características negativas se aúnan. 

Podríamos preguntarnos por qué la población elige este tipo de líderes. La respuesta obviamente es compleja, pero entre otras causas podemos encontrar el individualismo y el egoísmo. Mientras “yo” y mi familia estemos bien, lo que le pase a los demás no me importa. Y también la desinformación voluntaria y el seguidismo. Soy catalán independista, por ejemplo. Esta afirmación podría ser defendible si el que la hace fuera capaz de explicar por qué una Cataluña independiente iba a suponer una ventaja para la población, no tan solo para los míseros dirigentes que los empujan en esa dirección. Pero me atrevo a decir que, en la inmensa mayoría de los casos, los que afirman buscar la independencia no pueden citar siquiera dos razones que justifiquen su posición.

Y nos encontramos de nuevo con la individualidad, si yo estoy bien, para qué me voy a preocupar por el destino común, o para que voy a investigar lo que de verdad me conviene para el futuro.

Dejar nuestro destino totalmente en manos de otros, cuando además demuestran una y otra vez su incompetencia, su egoísmo, cuando no su corrupción, parece una receta segura para el desastre. Si tú no te preocupas por tu futuro y el de tu familia, nadie lo va a hacer.

Redacción

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