«Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad», decía Joseph Goebbels, el ministro de propaganda nazi. Esta estrategia, que convirtió mentiras obvias en dogmas de fe en la Alemania de los años treinta, no es un vestigio del pasado. Hoy, en la era de la posverdad, sigue siendo una de las principales armas de los líderes populistas, quienes han perfeccionado el arte de la mentira como herramienta de manipulación política.
Desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Pedro Sánchez en España, la distorsión voluntaria de la realidad se ha convertido en un instrumento de poder. El uso de falsedades, por increíbles que sean, adecuadamente presentadas y repetidas, pueden remodelar la percepción pública y justificar decisiones radicales. Este patrón no es nuevo puesto que Adolf Hitler en ‘Mi lucha’, su libro programático, ya afirmaba que la gente estaba más dispuesta a creer una gran mentira que una pequeña.
La mentira como estrategia de gobierno.
Uno de los casos más evidentes en la política reciente es el de Donald Trump. Desde su primera campaña presidencial en 2016, ha utilizado miles de veces la falsedad como pilar de su estrategia. Su afirmación de que ganó las elecciones de 2020, a pesar de que todos los informes verificables demostraron lo contrario, le permitió sembrar el caos en el proceso democrático estadounidense y justificar la insurrección del 6 de enero de 2021.
Más recientemente, en su segundo mandato, Trump ha afirmado sin pruebas que Ucrania inició la guerra con Rusia y que su gobierno envió 50 millones de dólares en condones a Hamas. Aunque ambas afirmaciones eran y son absolutamente falsas, su repetición constante refuerza una percepción de realidad paralela entre sus seguidores, permitiéndole tomar decisiones con una legitimidad construida sobre la mentira.
En la Unión Soviética, Stalin justificó purgas masivas con pruebas falsas y montajes judiciales, creando una paranoia que consolidó su régimen. La estrategia es clara: si el líder es la única fuente de «la verdad», cualquier evidencia en su contra puede ser desestimada como parte de una conspiración.
Pedro Sánchez y la manipulación de la realidad.
En España, Pedro Sánchez ha demostrado ser un maestro en la manipulación del discurso público. Su ascenso al poder en 2018, tras una moción de censura contra Mariano Rajoy, estuvo acompañado de promesas que, en muchos casos, terminaron incumplidas. Desde entonces podríamos citar innumerables ejemplos de falsedad.
De entre ellas, citar su insistente afirmación de que nunca pactaría con partidos independentistas como Esquerra Republicana de Cataluña. Sin embargo, no tardó en llegar a acuerdos con ellos para mantenerse en el poder, justificando su giro con un relato en el que la «responsabilidad» y el «diálogo» ocultaban una estrategia de supervivencia política.
Otro caso emblemático es su discurso sobre la amnistía a los líderes del llamado ‘procés’. Sánchez y su gobierno negaron durante años que esta medida estuviera sobre la mesa, solo para terminar defendiéndola con el argumento de que contribuiría a la «convivencia» en Cataluña. La técnica es la misma utilizada por otros líderes populistas: decir una cosa y hacer la contraria, confiando en que la memoria del electorado es lo suficientemente corta como para que la contradicción pase desapercibida.
Sánchez ha construido buena parte de su carrera política sobre una narrativa que ignora o tergiversa los hechos cuando estos no convienen a su discurso. Su falta de ética aparece reflejada en la famosa frase del extraordinario cómico, espejo de la realidad que observaba, Groucho Marx: “Damas y caballeros, estos son mis principios. Pero si no les gustan, tengo otros”.
La posverdad como arma política.
El concepto de «posverdad», popularizado en la última década, describe un entorno en el que los hechos objetivos tienen menos influencia en la opinión pública que las emociones y las creencias personales. Los populistas han sabido capitalizar esta dinámica, creando enemigos imaginarios y reforzando una narrativa de «ellos contra nosotros».
En este contexto, los medios de comunicación juegan un papel crucial. La estrategia de Trump de desacreditar a la prensa tradicional como «enemiga del pueblo» ha sido replicada por otros líderes. En España, el gobierno de Sánchez ha acusado reiteradamente a ciertos medios de desinformar, mientras mantiene relaciones privilegiadas con otros que le son favorables. Su actuación con el consejo de RTVE es muy significativa.
La mentira se convierte así en un arma de doble filo: no solo moldea la percepción de la realidad, sino que también deslegitima cualquier intento de fiscalización del poder. Cuando todo es relativo, cuando los hechos pueden ser negados con un simple «eso es falso» o “yo tengo otros datos”, la democracia entra en un terreno peligroso en el que la verdad deja de ser un valor fundamental.
Historia y consecuencias de la manipulación política.
El uso de la mentira como herramienta de gobierno no es nuevo. En la década de 1930, Stalin justificó la hambruna en Ucrania (Holodomor) con cifras falsas que ocultaban la magnitud de la tragedia.
En 1964, Estados Unidos usó el falso incidente del Golfo de Tonkín para justificar su intervención en Vietnam. Según informes desclasificados, el ataque contra buques estadounidenses en el golfo fue, en gran parte, fabricado o exagerado para servir como pretexto para la guerra. Este episodio permitió una escalada militar masiva en Vietnam que se prolongó por más de una década.
Un caso anterior es el del hundimiento en 1898 del acorazado estadounidense USS Maine, en la bahía de La Habana, que sirvió de excusa para que Estados Unidos declarara la guerra a España. A pesar de que no existían pruebas concluyentes de que España estuviera detrás del ataque, y que investigaciones posteriores ofrecen otras explicaciones, la prensa sensacionalista de la época, especialmente el ‘New York Journal’ de William Randolph Hearst, alimentó la versión de que había sido un sabotaje español. Esto generó una ola de fervor patriótico que llevó a la intervención estadounidense en Cuba y la posterior pérdida de las últimas colonias españolas en América.
Conclusión: la verdad como resistencia.
El problema con la mentira política es que, aunque puede otorgar victorias a corto plazo, sus efectos suelen ser devastadores. La polarización social, la desconfianza en las instituciones y el debilitamiento del tejido democrático son solo algunas de sus consecuencias. Cuando la verdad deja de importar, las democracias se convierten en terrenos fértiles para el autoritarismo.
El mayor desafío para las sociedades democráticas no es solo identificar las mentiras de sus líderes, sino resistirse a normalizarlas. La historia ha demostrado que la mentira política es una poderosa herramienta de control, pero también que su eficacia depende de la pasividad de quienes la escuchan. La prensa libre, la educación crítica y la participación ciudadana son las únicas barreras reales contra un futuro donde la mentira pasase a convertirse en la norma.
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