Categorías: Opinión

Lo que no somos

Por José María García Linares

Quienes vivimos aquí sabemos que, entre muchas otras cosas, Melilla es un estado de ánimo. Es la plenitud del poniente y la pesadumbre del levante. Es a la vez cansancio y alegría, desidia y esperanza, distancia geográfica y cercanía emocional. Melilla también es un relato, es una historia. La que nos han contado nuestros abuelos y nuestros padres. La que nos seguimos contando a nosotros mismos año tras año. Es cierto que no vivimos en un país, sino en una lengua y, como no tengamos cuidado, las palabras se convierten en verdades absolutas, aunque escondan la peor de las mentiras.

Dentro de ese relato, el que pervive, el que se reproduce generación tras generación es el de lo que no puede ser nuestra ciudad. Aprendemos a vivir aquí, a definirnos, en función de lo que no podemos ser o tener, a pesar de que el tiempo va desmintiendo el cuento, es decir, nos va desmintiendo a nosotros mismos. Cuántas veces no habremos oído de pequeños que en Melilla no podía haber ninguna cadena de hamburguesas, ni la del payaso ni la del rey, porque aquí no había población. O cómo se nos ocurría pensar que pudiéramos tener en la Avenida las franquicias textiles por las que viajábamos los viernes y volvíamos los sábados cargados con las bolas de papel negras. O cuando nos dio a todos la ventolera del deporte, quién habría imaginado que pudiéramos comprar las camisetas chillonas y esas magníficas toallas que no secan nada pero que son preciosísimas. O por ir un poco más allá, Melilla es la ciudad española en la que no puedes hacer una compra online sin que Correos te cobre un impuesto revolucionario con el beneplácito del Gobierno local, inconcebible en otro sitio, o el lugar en el que no puedes comprar prensa nacional porque alguien ha decidido que aquí somos muy modernos y los periódicos históricos de nuestro país hay que leerlos en el móvil.

Así se explica, por ejemplo, que podamos aceptar sin demasiadas pataletas que en Melilla no pueda haber un sistema de aproximación como el que tienen en el resto de aeropuertos de España para nuestros aviones. No. El relato es que las nubes no permiten el aterrizaje porque las nuestras, las melillenses, deben de ser nubarrones de aúpa. Y se le queda a uno cara de calabacín pasado cuando, a poco que piensa, se da cuenta de que, por esa regla de tres, los aviones no podrían aterrizar ni en San Sebastián, ni en Londres ni en Estocolmo, por poner unos ejemplos lo suficientemente clarificadores. Continuamente sufrimos los melillenses cancelaciones en nuestros vuelos porque, mire usted, está nublado. Los medios locales hablan de “inclemencias del tiempo” cuando lo que tenemos son agravios sistemáticos de AENA, que nos considera españoles de segunda, e inclemencias organizativas y económicas de una compañía aérea acomodada en el monopolio a la que le da igual ocho que ochenta porque, pase lo que pase, nos maltrate como nos maltrate, tendremos que volver a comprarles los billetes. Hace falta un avión en León, pues les cancelamos a los melillenses el vuelo de Granada y usamos ese aparato. Total, si van a seguir volando con nosotros. Y además lo hacemos con doce horas de antelación. El viernes 22 de marzo a las siete de la tarde, en la aplicación de AENA ya estaba cancelado el vuelo del día siguiente a Málaga a las ocho de la mañana.

Este relato choca con otra narrativa, la del despegue turístico (permítanme la gracieta). Cómo se puede despegar nada en una ciudad que depende de un avión (el barco es muy lento y la línea rápida, aquella maravilla que nos ponía en Motril en cuatro horas, fue suprimida para que no nos acostumbráramos a la decencia en los transportes) cuando los propios aviones son los primeros que no alzan el vuelo y que, a quienes no residen aquí, les cobran, cuando lo hacen, el mismo precio que un Madrid-Milán. Además de todo lo que esto esconde, porque tras la movilidad de turistas está la movilidad por enfermedad o trabajo de quienes aquí vivimos. Operaciones, quimioterapias, radioterapias, entrevistas de trabajo… Un despropósito que nuestra clase política sigue permitiendo mandato tras mandato.

 Y entonces todo va enlazándose en una espiral desesperante. Con esos precios solo nos visitan familiares, que van a hacerlo sí o sí, los traten como los traten o les cobren el vuelo a precio de oro (tenemos los bonos, eso sí, pero es pan para hoy y hambre para mañana). Al no haber turismo, no hay preocupación por lo que la ciudad pudiera ofrecer, dado que se actúe o no se actúe, seguirán visitándonos los mismos. Esto explica la falta de mantenimiento de las playas, el atentado medioambiental de la desembocadura del río o la suciedad de nuestras calles, inimaginables en otros lugares de costa de nuestro país. ¿Alguien se imagina que en Las Palmas de Gran Canaria una playa pudiera estar tan descuidada como la nuestra? Efectivamente. Es que viven del turismo. Es un lugar muy visitado. Saben que el avión es la puerta de entrada de las oportunidades. Y no vale la cuestión del clima para justificar que aquí vendrían menos. Con el calentamiento global, Melilla tiene un potencial de sol y playa como el de Canarias hace 30 años. Lo que no tiene son políticos que lo crean, porque llevan décadas contándose y contándonos cómodamente la misma historia.

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