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Las campañas electorales han muerto

Disculpen lo funesto del titular, pero habiendo entrado de lleno ya en la vorágine de las elecciones autonómicas y municipales conviene recordar algunas cosas: olviden la épica, antes que nada; abandonen también esa idea romántica de moldear el destino político con su voto tras un debate de ideas enriquecedor, y, sobre todo, divórciense inmediatamente de toda amistad, pareja o familiar que pronuncie aquella cursilería de «oh, las elecciones, la fiesta de la democracia».

Preciso: no es que vayan a desaparecer para siempre. Pero sean honestos: ¿existe alguna posibilidad de que cambien el sentido de su voto el próximo 28M? Es más, aun considerándose indeciso, ¿piensa que se convertirá en seguidor de un partido u otro si introduce finalmente una papeleta u otra en la urna, o seguirá tan escéptico como lo está hoy? ¿Cree que la política actual gira más en torno de los candidatos que de las propuestas? ¿Ha sentido últimamente que ningún partido le representa del todo ideológicamente pero sí sabe con toda seguridad cuál no le representa? ¿Cree que existe alguna posibilidad de entendimiento?

Que hayan muerto las campañas electorales no es algo que haya sucedido de repente en Melilla. Al contrario, se trata de un fenómeno que ocurrió hace años y a nivel global, aunque, asombrosamente, seguimos viendo su estela, como la luz de una estrella lejana. Fingimos que están vivas, que son importantes y, sobre todo, que sirven para decidir cosas. Para darle sentido al ritual democrático. Pero, en realidad, todo ha cambiado.

Más o menos hasta que el teléfono móvil comenzó a dominar nuestra vida, las campañas electorales eran eventos de altura. Los Juegos Olímpicos (una cita cada cuatro años, preparación concienzuda de la estrategia, cobertura mediática completa y una clara efervescencia social en torno a los candidatos), pero en versión política. La vida en los pueblos y en las ciudades convergía hacia el domingo de votaciones, y los programas de gobierno eran la palabra tallada en piedra. Todavía tenían valor. Los candidatos cimentaban su éxito en la credibilidad de su discurso, y la gente aún confiaba en la palabra.

Pero poco queda de aquello. A nivel nacional, salvo la victoria de Zapatero frente a Aznar en 2004 tras el 11M, en todas las campañas posteriores hasta la fecha se cumple lo que afirmó James Campbell: que, en 9 de cada 10 elecciones, el resultado es la consolidación de una tendencia ya preexistente. Un fenómeno que puede apreciarse también en Melilla, donde un Partido Popular hegemónico durante 18 años fue perdiendo electores de manera silenciosa hasta verse fuera del gobierno a pesar de ganar las elecciones. No fue un accidente. Fue una tendencia.
¿Y en mayo? Veremos si se consolida ese cambio de tendencia, como apunta el último barómetro de abril en Melilla. Como profesional, me guardo mi opinión al respecto, pero sí recomendaría algo: pensar en sorpassos y comentar encuestas (estén o no financiadas, o cocinadas, o ambas) es perder de tiempo. Más bien, me haría algunas preguntas: si debería utilizar estas pocas semanas que me quedan en escuchar al electorado que necesito (no al que tengo ya convencido), en cómo recuperar al votante perdido o indeciso (sin decirle que se equivocó), en buscar rédito apelando a la transversalidad, en reorientar mi estrategia de comunicación (o crearla, si es que no la tengo), en explotar las redes (consejo: olvídense de una vez de Twitter) y en capitalizar la experiencia de gestión, ya sea para consolidar el poder o para recuperarlo.
Al contrario de lo que piensan algunos, el poder no es algo que cae del cielo. No se gana, se conquista.
Personalmente, creo que todos los partidos de Melilla, sin excepción, llegan tarde a esta campaña. Enfrascados en la riña diaria y en Twitter, se han olvidado que las campañas duran 15 días, pero comienzan cuatro años antes. Es obvio que el que espere a la pegada de carteles para activarse lo pagará caro, pero, desde que una gran parte de la conversación está en las redes, si careces de una estrategia comunicativa clara, también estás perdido. Ya no sirven las lógicas comunicativas de antes. Los medios han perdido el monopolio de la opinión, y los políticos el de la credibilidad. Ahora, la política es profesional. Todo es más complejo, más líquido y, sobre todo, más rápido. Tanto, que ya no existe la posibilidad de dialogar y debatir sosegadamente.
Ya no prima convencer. La prioridad ahora es agrandar la tribu. Bienvenidos a la guerra cultural.
La dinámica es algo parecido a esto: como no puedo (o no quiero) atraer a los ciudadanos hacia mi órbita, hago todo lo posible para que no caigan en la del rival, utilizando la mentira, el sarcasmo o el insulto si hiciera falta. Todo vale para crear una identidad en torno al líder. No pretendo convencerte por lo que dice, sino por lo que soy. Y, sobre todo, por lo que son los demás. Las ideas ya no tienen tanto peso. Y no importa si no tienes claro lo que quieres; lo importante es que sepas lo que no quieres. Ahora, ya tienes un bando, defiéndelo. No votarás porque te haya seducido, sino porque no puedes permitir que gane el otro.
Así es la lógica actual de la política, también en Melilla: un estado de ansiedad permanente por mantener la guerra cultural, un culto obsesivo haca el líder, una supremacía de lo emocional sobre cualquier idea. Y la razón de que mueran las campañas electorales. Hemos cambiado el debate de la razón por el de la emoción. La búsqueda del voto ya no es masiva, sino quirúrgica, y los mensajes ya no son propuestas, sino recordatorios de lo que no eres, ni debes ser.
La muerte de las campañas electorales ha inaugurado una nueva etapa nihilista en la que los únicos principios válidos son los que funcionan según qué circunstancias y los representantes públicos cambian de bando sin que eso les penalice (ojo a los posibles saltos de partido si se produce el empate técnico en las elecciones) porque el fin justifica todos los medios. Las bases éticas y filosóficas de los partidos se han puesto al servicio del momentum, varían en función de lo mainstream, y las creencias centrales compiten al mismo nivel que el grito, el ruido, lo efímero y la polémica, todo para satisfacer la obsesión de estar siempre bajo el foco, ser visibles, marcar el paso y la agenda aunque sea de forma histriónica y convirtamos la política en un culebrón western, en una guerra tribal de lealtades y pasiones, por encima del beneficio público. Nosotros contra ellos, cueste lo que cueste.
Si todavía siguen pensando que pertenecen al grupo que vota de manera racional, mi enhorabuena. Pero, si fuera realmente así, ¿no creen que el partido al que apoyan no está tanto en la dinámica de construir y dialogar, y eso se aleja del concepto de política que tienen como forma de construir puentes entre facciones que piensan distinto?
Las campañas han muerto. Lloremos juntos en este réquiem. Y esperemos que la luz se encienda pronto.

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Las campañas electorales han muerto

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