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La Paz perpetua de las almas muertas

«Si alguien mata a una persona, sería como si matase a toda la humanidad; y si alguien salva una vida, sería como si hubiera salvado la vida de toda la humanidad» (Corán 5.32)

 

Esta frase, escrita en el libro sagrado del Islam y que, de forma similar, es expresada en el Talmud y en las escrituras de otras religiones del mundo, viene a manifestar la importancia fundamental del respeto a la vida. De ello también se deriva que es solamente Dios o la Naturaleza –según las creencias personales de cada cual– quien tiene el poder de arrebatarla en el momento determinado. Pero la convivencia entre personas y naciones no solamente debe fundamentarse en un orden moral establecido por los decretos divinos, tal y como se plasma en las diversas escrituras y creencias religiosas, sino también en aquellas éticas laicas derivadas de la propia razón, la voluntad y la solidaridad de la humana convivencia.

Si bien, lo tristemente cierto es que, el carácter espiritual y moral de las personas y de las sociedades de hoy día, tiende a desaparecer por la brutalidad de los conflictos, con lo que se diluyen por ello en el vacío conceptos clave para la convivencia como son el respeto a la vida, la dignidad, la verdad, la justicia, el amor y la libertad.

Se puede decir que lo que se está constatando en este siglo XXI, y una vez más en la historia es –en cuanto al orden ético y moral que debe regir las relaciones entre las personas y sus acciones (inspirado en los derechos humanos fundamentales y universales que las naciones del mundo habían aceptado tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial)‒ la ausencia y el desprecio absoluto por estos derechos e incluso por el más básico, como es el respeto a la vida (de cualquier ser vivo), cuando se declara, de un modo u otro, el estado de guerra. Ya sea por un Gobierno estatal o bien por un grupo armado que actúa impunemente contra la sociedad civil. Los gobiernos se eximen de responsabilidad con el apelativo de “daños colaterales” o “un mal necesario” cuando despliegan la fuerza ciega de sus ejércitos exterminando sin conciencia a niños, jóvenes y familias, mientras que los grupos armados se escudan en su “actividad terrorista” por la visión mesiánica de sus utopías distópicas, y recurren al rapto, la tortura, el asesinato cruel y la distribución visual de sus terroríficas acciones en las redes.

De este modo, los Derechos Humanos quedan supeditados o extinguidos: el derecho a la vida y a la subsistencia, a la verdad y al respeto, a la cultura y al culto divino, a la dignidad y a la economía, a tu lugar de residencia y a tu hogar, etc. Todo queda anulado, pues en el estado de guerra o bajo la acción terrorista, nada se respeta. Hoy en día, de nuevo, más que nunca –en estas guerras actuales que conocemos‒ se impide el paso de alimentos, se bloquean los medicamentos, se destruyen hospitales, se cortan los abastecimientos básicos de agua, luz y comida. Las clásicas leyes de la guerra sobre los heridos y los presos se difuminan en el conflicto: el genocidio se hace presente.

En este simulacro todo aparenta ser un caos pero, en realidad, lo que se oculta es una fórmula estratégica del capitalismo radical para aumentar el beneficio del poder y del enriquecimiento de determinados actores que, desde la seguridad de las sombras anónimas que generan los lobbies, manipulan o corrompen a los políticos que, a su vez, manejan los ejércitos.

En un estado de violencia absoluto ya no importa ni la ecología, ni el clima, ni la naturaleza, ni los seres vivos, ni el dolor del mundo… pareciera que la guerra, al eliminar y difuminar los Derechos Humanos de la realidad, anulara el valor del resto de la creación (animales, plantas, la tierra entera, que no tienen nada que ver con las locuras humanas), que se convierte en campo de destrucción para la expansión de las máquinas y los instrumentos de combate.

La máxima racional y espiritual que parece guiar a estos ególatras es: puesto que el ser humano es y ha sido elegido, tanto por decreto divino como por su racionalidad superior, el amo dominante y centro fundamental de todo el universo, entonces, si para acabar con mi enemigo debo aniquilar todo lo que le rodea o alimenta, queda así justificada toda mi violencia destructiva como acto de mi libertad de ser supremo ante la naturaleza y en la creación. De este modo, cargados de soberbia y carentes de humildad, se creen ‒tanto agresores como supuestos defensores, de un bando u otro– el ombligo de la vida y de la justicia y del mundo, con derecho a destruir todo lo que no encaje en esa servidumbre al poder, el dinero y la guerra.

Sin embargo, en estos días de tanta violencia, todas las personas de buena voluntad, sienten que sus cabezas giran desesperadas en la noche, pensando y anhelando la paz en la Tierra. Reflejan el deseo de esa paz infinita que habita en la noche serena de los espacios del universo desde los orígenes de la creación. Pero hoy, una vez más, queridos amigos, esa paz serena se ve abatida por la guerra y por el llanto de los hombres, mujeres y niños de todas las naciones: tanto de aquellas personas que sufren en sus carnes el daño como el sufrimiento espiritual de toda persona humana y sensible, que no logra entender lo que está pasando.

Condenada y dramática existencia la de un insignificante ser humano que vive en el único planeta repleto de vida y diversidad del sistema solar y en el que, por su ignorancia ética y moral, produce enormes conflictos armados entre sus propios habitantes. Hermanos ignorados de una misma especie ‒que se autocalifica de civilizada frente a una naturaleza a la que llaman salvaje‒ en la que, mientras unos se deleitan con la muerte, el dolor y el extermino del prójimo, ya sea en nombre de una religión o de una ideología política de izquierdas o derechas, el racismo y sus prejuicios, la apropiación de tierras o de sus recursos naturales o cualquier otra forma de imposición violenta, otros, la gran mayoría de la población, vive anestesiada por el ocio, las tecnologías de la sobreinformación y la desinformación, por el miedo y la impotencia. El sistema actúa como la sanguijuela que insensibiliza a su víctima que es el ciudadano que vive en su interior el sufrimiento de sus hermanos, bajo la impotencia de no poder hacer gran cosa para acabar con todo lo que está viendo y sintiendo a través de las imágenes y las noticias de cientos de barbaridades que le llegan a través del móvil o la televisión. Sobrecargados de información, de impotencia y dolor, el ciudadano termina inclinando la cerviz.

Es por ello que hoy día, más que nunca, miles de inocentes gargantas claman al cielo y rezan a su Dios y preguntan a sus mayores: “¿Dónde está Dios?”. Y mientras el ruido de los misiles penetra en la oscuridad del cielo y la luz de la muerte se expande por las ciudades y los pueblos entre fuego y explosiones, en su soledad estas almas gritan de sufrimiento y dolor. Y entre los lamentos de la humanidad, una voz interior se va imponiendo con una nueva y lacerante pregunta: “¿Dónde están los hombres?”, porque son ellos quienes pueden detener las guerras. Sabemos que no puede haber paz en la Tierra ni Paz en el interior de las almas mientras exista el dolor en un mundo anidado por los malditos conflictos armados.

Tenía razón aquel filósofo que falleció en la locura cuando dejó escrito un mensaje claro para la humanidad: ¡Dios ha muerto! Porque entre todos lo hemos matado y ya a nadie le interesa su moral. Lo que ocurrió a partir de dicho anuncio es que esa soledad de la humanidad ante el abismo de la existencia nos volvió nihilistas y, en lugar de servir para una elevación espiritual fuerte y positiva del ser humano en solidaridad y hermandad, como había querido expresar la Voluntad de Poder de Nietzsche, lo que trajo en realidad fue la decadencia de introducir nuevos dioses: las terribles lacras del Dinero, del Poder y de la Guerra.

Algunos líderes piensan que las batallas son un mal necesario porque son entendidas como el único camino posible para encontrar, al final del proceso, un remanso en calma o una paz perpetua entre los países y sus gobiernos, como una meta final que exige la vida de miles de personas como sacrificio necesario para alcanzarla y, de este modo, justifican las acciones bélicas del mundo. Y, al tiempo que con una mano firman declaraciones de paz, con la otra inyectan recursos y venden armas para el combate.

Pero la guerra, así entendida por la humanidad, es como un caballo de destrucción que no acaba nunca, que no cesa. Es el caballo rojo del Apocalipsis montado por un jinete de gran espada con la que se degollarán unos a otros. De este modo nunca se alcanzará ese final de paz sino el exterminio de la humanidad y, con ella, el resto de la vida inocente del planeta.

La espada del fin del mundo en el siglo XXI será plausiblemente el rayo de luz de la explosión de los enormes misiles atómicos creados por las superpotencias que viajan rompiendo la barrera del sonido y que ascienden a la estratosfera para luego impactar sobre los hogares ‒casas y edificios, árboles y bosques, hasta convertirlos en poco más que polvo y escombros‒ y desintegrar los cuerpos sensibles de carne y hueso –el edificio del alma‒  y rebajar a Gaia a cenizas radioactivas.

Esta forma de entender la Paz como un fin que solamente se alcanza tras la inevitable guerra no permite salir del círculo del odio, de la destrucción, de la violencia y del mal. Al contrario, lo que lleva es a la polarización social para que la gente se posicione en un bando u otro con la noble intención de hacer justicia, con lo que terminamos arremetiendo contra el vecino o nuestro propio hermano.

Además, hoy en día, toda la industria y la tecnología bélica están puestas al servicio de refinados, complejos y potentes instrumentos de destrucción y dominación en manos de poderosas y multimillonarias corporaciones internacionales, privadas o públicas, estatales o civiles, que se enriquecen con la muerte y la destrucción. Bien es cierto que mientras estas enormes y potentes corporaciones de gran influencia y poder político sigan siendo la punta de la investigación tecnológica en la producción de armas cada vez más sofisticadas, ellos serán los llamados “perros de la guerra” que adoran al dios de la guerra, porque la necesitan para su enriquecimiento sin importarles el sufrimiento de las personas o su aniquilación. En realidad casi todos los países del mundo (ya sean democráticos o no) están encantados de ser vendedores y fabricantes de armas: misiles, fusiles, carros de combate, minas antipersona, y un largo etcétera de productos al servicio de la divina trinidad del siglo XXI: el dinero, el poder y la guerra.

Nuestra ciudad, Melilla, siempre ha convivido en un frágil equilibrio entre religiones y cosmovisiones culturales distintas y es necesario estar alerta, tomar conciencia y hacer frente común ante aquellos que, por algún interés espurio o confundidos por sus ideologías, pretenden romper la convivencia ancestral y pacífica de nuestra ciudadanía. Mantener la concordia, evitar la polarización, elevar los niveles de tolerancia y de comprensión mutua, son valores fundamentales que deben fomentarse desde las distintas autoridades de la Ciudad Autónoma y sus representantes, así como desde los intelectuales de las diferentes asociaciones culturales y religiosas.

Entonces, para finalizar esta reflexión, cabe hacerse la siguiente pregunta ingenua: ¿Para cuándo la Paz? Quizá la respuesta se encuentre en aquella utópica e irónica racionalidad que llevó a pensadores como Rousseau o Kant a tener la esperanza de lograr muy pronto una paz perpetua en la Tierra y cuyo significado, hoy día, parece no ir más allá de un macabro y fantasmal rótulo, flotando sobre la superficie del planeta  y ondeando desde uno de los satélites de SpaceX, una vez convertida la Tierra, eso sí, en un enorme y único cementerio global. Y en cuyo letrero diga: ¡Que la Paz eterna bendiga a todas las almas muertas!

 

Juan Carlos Cavero

Fórum Filosófico de Melilla

 

 

 

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La Paz perpetua de las almas muertas

Redacción

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