“La corrupción es el impuesto que pagan los pueblos por tolerar la deshonestidad.” Esta frase, atribuida a Mario Vargas Llosa, resume acertadamente una de las verdades más incómodas de la política y la economía contemporáneas: la relación directa entre la integridad institucional y el desarrollo económico de los países. A lo largo de la historia, donde la honestidad ha sido norma y no excepción, el progreso ha florecido. Donde la corrupción ha sido sistemática, el estancamiento, la desigualdad y la desconfianza se han perpetuado.
Desde el floreciemiento y posterior decadencia del Imperio romano hasta las actuales democracias escandinavas, el vínculo entre la ética pública y el rendimiento económico ha sido una constante histórica. El contraste entre casos como el de los Países Bajos en el siglo XVII y los regímenes patrimonialistas de América Latina, o los excesos del Estado autonómico español, nos ofrecen un amplio repertorio para comprender cómo la corrupción no es solo un problema moral, sino uno de los mayores frenos al desarrollo.
Honestidad institucional: clave histórica del progreso
En la Roma republicana, ya Cicerón advertía que el deterioro moral de los magistrados traería consigo el colapso del sistema. Durante los momentos de mayor vigor económico, como bajo el gobierno de Augusto, se fortalecieron mecanismos de control sobre el gasto público y se castigó con dureza la apropiación indebida de fondos. En cambio, durante el Bajo Imperio, la corrupción se convirtió en una práctica generalizada. El botín reemplazó a la ley, y con él se aceleró el declive económico y político.
En el siglo XVII, los Países Bajos desarrollaron una economía mercantil próspera gracias a instituciones relativamente austeras y transparentes. El respeto por la legalidad, la rotación en los cargos públicos y el control ciudadano sobre el uso del dinero del Estado generaron un entorno de confianza que atrajo capitales, favoreció el comercio y sentó las bases para un sistema financiero moderno. La honestidad institucional fue, en este caso, una ventaja competitiva frente a sus vecinos más absolutistas y corruptos.
Corrupción estructural: el caso latinoamericano
En América Latina, por el contrario, el patrón dominante desde la independencia ha sido el de la apropiación del Estado por élites políticas y económicas. En palabras del historiador Enrique Krauze, el poder ha sido entendido como una extensión del patrimonio personal del gobernante. Este «patrimonialismo» impidió la construcción de instituciones modernas, eficientes e imparciales.
México es un ejemplo paradigmático. Desde el siglo XIX hasta hoy, el país ha oscilado entre reformas institucionales y prácticas clientelares profundamente arraigadas. La corrupción no ha sido solo tolerada, sino en muchos casos funcional al sistema. Cada seis años cambian los gobernantes, pero persisten los escándalos debidos a prácticas corruptas que tienen lugar a la vista de los ciudadanos sin que tengan consecuencia alguna. Desde los sobres con dinero entregados para financiar las campañas del partido ahora en el poder, en el nivel superior, hasta el alcalde de una población que resulto reelegido tras afirmar que “el robaba, pero poco”.
Las consecuencias económicas son devastadoras. Según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), la corrupción cuesta al país entre el 5 y el 10% del PIB cada año. La informalidad laboral, que afecta a más del 55% de la población activa, es en parte una respuesta racional a un sistema percibido como injusto. Si pagar impuestos no se traduce en servicios de calidad, sino en enriquecimiento de funcionarios, la evasión se convierte en autodefensa.
Además, la corrupción mina la confianza social, desalienta la inversión extranjera, distorsiona los presupuestos públicos y perpetúa la desigualdad. Ninguna economía puede crecer de manera sostenida si el mérito se sustituye por el soborno y el esfuerzo por la connivencia.
España: una democracia con sombras clientelares
España ofrece un ejemplo intermedio. Tras el franquismo, la transición democrática construyó un marco institucional sólido, con un Estado de derecho razonablemente funcional y una división de poderes efectiva. Sin embargo, con el paso del tiempo, la partitocracia y la descentralización sin control efectivo derivaron en prácticas clientelares que erosionaron la confianza ciudadana.
Los casos son bien conocidos: los ERE fraudulentos en Andalucía, que implicaron a altos cargos del PSOE; la trama Gürtel, que supuso la condena de varios dirigentes del PP por una red de comisiones ilegales a cambio de contratos públicos; o el famoso “3%” de CiU en Cataluña, símbolo del uso del poder autonómico como instrumento de financiación irregular. Más recientemente, la corrupción generalizada que se ha destapado en el entorno más cercano del presidente del gobierno, constituye no solo un freno importante para el desarrollo sino también un motivo de “vergüenza nacional”. Estos episodios no son fallos individuales, sino síntomas de una cultura política que toleró —y en ocasiones institucionalizó— el uso privado de recursos públicos.
Me viene a la mente el caso de una ministra socialista, al principio de los años 2000, que viajaba cada seis meses a China, con cargo al erario público, para renovar su vestuario a bajo precio. Estos viajes innecesarios, además, ocasionaban problemas graves para la embajada que, para tratar de justificar el viaje, se veía obligada a vencer las reticencias de interlocutores chinos para que aceptaran reunirse con la ministra aunque no hubiera tema de interés alguno que discutir.
Las consecuencias no son solo reputacionales. La corrupción también ha tenido un impacto económico directo. Distorsiona el mercado, genera barreras de entrada para empresas honestas, incrementa los costes públicos y alimenta el malestar social. La polarización política y la fragmentación parlamentaria, derivadas en parte de la crisis institucional, han dificultado la adopción de políticas económicas estables y de largo plazo.
Datos y correlaciones: la evidencia es clara
El índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional 2023 lo deja claro: los países más transparentes —Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda— son también los más prósperos, con altos niveles de desarrollo humano, educación y competitividad. En el otro extremo, naciones como Venezuela, Somalia o Sudán del Sur enfrentan colapsos económicos e institucionales graves.
El Banco Mundial ha estimado que un aumento de un punto en el índice de corrupción reduce, en promedio, un 0,5% el crecimiento del PIB anual. El efecto acumulado es demoledor. La corrupción no solo roba dinero: roba futuro, oportunidades, estabilidad y esperanza.
La honestidad como capital estratégico
La historia y los datos convergen en una conclusión sencilla: la honestidad institucional no es un lujo moral, sino una condición estructural del desarrollo económico. Un Estado que garantiza reglas claras, sanciona el abuso y protege el interés común genera un entorno donde florecen la innovación, la inversión y la cooperación. Por el contrario, un Estado capturado por redes corruptas disuelve la cohesión social, penaliza la productividad y ahuyenta el talento.
La regeneración institucional no es tarea fácil. Requiere reformas legales, voluntad política y presión ciudadana. Pero sobre todo, requiere una cultura cívica que no tolere el abuso del poder ni normalice la corrupción como parte del paisaje. La honestidad no debe ser vista como un gesto heroico, sino como una práctica cotidiana y sistémica.
Decía Montesquieu que “para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder frene al poder”. Esa arquitectura institucional solo puede sostenerse si está construida sobre la piedra angular de la honestidad pública. Mientras no sea así, el desarrollo seguirá siendo una promesa incumplida.
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La honestidad como motor del desarrollo
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