Se ha escrito mucho sobre Goebbels y la maquinaria propagandística de la Alemania nazi. Pero muy poco sobre De Gaulle y su maestría al presentar un desastre nacional, durante la Segunda Guerra Mundial, como un episodio heroico.
Por más que Charles de Gaulle presentara el aura de la Resistencia y la redención nacional, lo cierto es que Francia fue derrotada sin paliativos en 1940. No solo fue vencida militarmente, también se rindió moralmente. La rapidez del colapso, la entrega sin lucha de París, y -lo más infame- la participación activa del Estado francés en la persecución de los judíos, forman una realidad histórica que muchos en Francia aún quieren enterrar. Peor aún: muchos franceses se aferran a la imagen de un país heroico que se liberó a sí mismo, cuando fue fundamentalmente la participación americana -y no la “grandeza francesa”- la que salvó a Francia del desastre.
La derrota francesa en 1940 fue fulminante. En apenas seis semanas, la ofensiva alemana desbordó a un ejército francés desorganizado, mal equipado y anclado en estrategias anticuadas. El 13 de junio, París fue declarada “ciudad abierta”. No hubo defensa heroica, ni combate urbano, ni barricadas. Hubo una rendición táctica, política y simbólica. El mariscal Pétain asumió el poder y, convencido de que resistir solo aumentaría el sufrimiento, pidió el armisticio y ofreció la colaboración.
El régimen de Vichy
Desde la ciudad balnearia de Vichy, se estableció un régimen autoritario que no solo colaboró con los nazis: compitió con ellos en su antisemitismo. El relato oficial francés posterior quiso convencernos de que la persecución a los judíos fue una imposición alemana. Pero los archivos, los testimonios y los propios documentos del régimen lo desmienten con crudeza: la exclusión, la delación, la deportación y la apropiación de bienes judíos fueron políticas decididas y ejecutadas por autoridades francesas, muchas veces sin que Berlín lo exigiera.
Desde 1940, el Estado francés -con funcionarios franceses, bajo leyes firmadas por franceses- prohibió a los judíos ejercer profesiones públicas, los expulsó del cine, la educación, el periodismo y la medicina, y confiscó sus propiedades en nombre de la “arianización” económica. Se crearon organismos específicos, como el “Comisariado General para Asuntos Judíos”, dirigido por fanáticos como Xavier Vallat y Louis Darquier de Pellepoix, para acelerar la marginación y expulsión de los judíos. Se instalaron cuotas, se impulsó la deportación de extranjeros y se colaboró activamente en las redadas.
No se trató de una pasividad resignada, sino de una maquinaria administrativa eficiente, compuesta por prefectos, policías, funcionarios y jueces que aplicaron las leyes antisemitas con celo. Campamentos de internamiento como Drancy o Gurs fueron gestionados por franceses. Entre 1942 y 1944, más de 74.000 judíos fueron deportados desde Francia, muchos de ellos entregados directamente por la policía francesa, incluso en la llamada “zona libre”, donde no había presencia militar alemana. De esos deportados, solo unos pocos miles sobrevivieron.
Charles De Gaulle
Mientras esto ocurría, Charles de Gaulle mantenía su lucha desde Londres. Su célebre discurso del 18 de junio de 1940 le permitió instalar la idea de una “Francia verdadera” en resistencia, separada de la “Francia falsa” de Vichy. Pero esa dicotomía fue más moral que real. La mayoría de los franceses aceptaron -o incluso apoyaron- al régimen de Pétain. La resistencia activa fue minoritaria durante la mayor parte de la ocupación alemana.
De Gaulle, mientras tanto, se presentaba como el único depositario de la legitimidad francesa. Pero no era un aliado fácil. Despreciaba a Roosevelt, desconfiaba de Churchill y tensaba las relaciones con los Aliados en todo momento. Su inmenso ego lo llevó a tratar de imponer su autoridad incluso sobre las fuerzas militares angloamericanas que arriesgaban sus vidas por liberar Europa. A ojos de muchos estadounidenses, era un aliado útil pero arrogante; un símbolo francés más que un militar eficaz.
Las relaciones de De Gaulle con los aliados estuvieron marcadas por la tensión, el orgullo herido y la constante desconfianza. Winston Churchill, que lo apoyó en más de una ocasión, lo describió como “egoísta, arrogante y convencido de que es el centro del mundo”. Franklin D. Roosevelt, menos diplomático, dijo: “No hay hombre en quien confíe menos”. Intentó reemplazarlo por el general Giraud, pero este carecía de carisma y capacidad política. Así, De Gaulle se impuso por falta de alternativa.
Tras el desembarco en Normandía en junio de 1944, De Gaulle no agradeció la operación como un rescate necesario, sino que maniobró políticamente para presentarla como una colaboración entre iguales. Cuando París fue liberada, gracias al avance aliado y no a un alzamiento interno decisivo, De Gaulle hizo que los tanques del general Leclerc entraran rápidamente en la ciudad para que pareciera una liberación francesa. Y lo logró: el mundo vio en él al libertador de París, no al beneficiario de una gigantesca operación militar planificada y ejecutada por Estados Unidos y el Reino Unido.
El infundado orgullo francés
Francia salió de la guerra no solo sin reconocer el alcance de su derrota, sino sin asumir el papel clave que jugó en la tragedia judía. A diferencia de Alemania, que enfrentó su pasado con dolor y autocrítica, Francia tejió una mitología en torno a De Gaulle que la eximía de responsabilidades. Se juzgó a unos pocos jerarcas de Vichy, pero la mayoría de los colaboradores regresaron a la administración sin consecuencias. La figura de Pétain, incluso condenado, siguió siendo reivindicada por algunos como “el salvador de Francia”.
Y lo más llamativo: ni una palabra de gratitud real hacia Estados Unidos. No hay monumentos centrales en París que recuerden a los soldados norteamericanos que murieron por liberar a un país que no pudo liberarse solo. No hay discursos oficiales el 6 de junio que reconozcan que sin el sacrificio de esos jóvenes, Francia podría haber terminado como una provincia nazi o una satrapía soviética. Hay, eso sí, un relato nacional que insiste en la “grandeza de Francia”, esa abstracción que justifica desde la rendición sin lucha hasta el olvido voluntario.
De Gaulle, con su aura de grandeza, logró algo prodigioso: que una nación vencida, colaboracionista y dividida emergiera de la guerra como si fuera una potencia vencedora. Fue un constructor de mitos. Su célebre frase “Francia no ha perdido la guerra. Francia ha sido traicionada” resume la lógica con la que se blindó la moral nacional. Pero fue Francia la que se rindió, Francia la que eligió a Pétain, Francia la que aplicó con celo las leyes antisemitas y Francia la que se plegó a la ocupación. No fue una traición: fue una decisión.
Conclusión
Es legítimo que cada país construya una memoria nacional que le permita seguir adelante. Pero la verdad histórica no puede ser rehén del orgullo. Francia fue derrotada en 1940. Fue salvada por la sangre de miles de jóvenes, principalmente estadounidenses y británicos, que no tenían nada que ganar en Normandía, salvo la certeza de haber combatido el mal. Francia debería recordarlo, no con silencio diplomático ni con ambigüedades históricas, sino con gratitud. Porque no hay gloria sin memoria, ni soberanía sin verdad.
FRASES
Entre 1942 y 1944, más de 74.000 judíos fueron deportados desde Francia, muchos de ellos entregados directamente por la policía francesa
De Gaulle, con su aura de grandeza, logró algo prodigioso: que una nación vencida, colaboracionista y dividida emergiera de la guerra como si fuera una potencia vencedora.
(Francia) Fue salvada por la sangre de miles de jóvenes, principalmente estadounidenses y británicos.
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