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La escritora Eva Navarro publica ‘Neguri, tierra de invierno’, una novela inspirada en Melilla

La publicación está inspirada en Melilla y en la Minas del Rif, siendo esta la tercera novela sobre Melilla, primero fue ‘Gurugú’, después ‘La novelista’, por lo que “es evidente lo importante que para mí es Melilla y dar a conocer ese maravilloso tesoro de ciudad a todo el mundo”, señaló Navarro. El título de Neguri, tierra de invierno, explica, se debe a que “siendo yo pequeñita, veraneaba en Melilla junto a mis abuelos y en los años 70/80 había una tienda en la avenida que me cautivaba, se llamaba Neguri, de muebles y decoración, muy especiales. Yo soñaba a través de su escaparate y de tantos otros como Pagoda y el Palacio Oriental con todos aquellos productos que en la península no se encontraban”.

Siempre me ha entusiasmado el modernismo melillense, es por ello que don Enrique Nieto aparece en la novela como homenaje a sus creaciones”. De aquellos recuerdos de su niñez y de las historias de sus abuelos sobre las Minas del Rif nace ‘Neguri, tierra de invierno’.

La novelista, en un artículo publicado en su página web explica lo que es la novela a grandes rasgos:
“Recuerdo mi niñez, al pasar Despeñaperros, con las ventanillas bajadas para sofocar las altas temperaturas de agosto, en un tiempo en el que los aires acondicionados no estaban instalados en nuestra vida, pero el olor a los campos de olivos, jara y tomillo te embriagaban el viaje. Y a pesar del calor, la emoción iba en aumento, conforme dejábamos atrás un Madrid, a veces demasiado anónimo, donde siempre nos faltaba algo, porque no era ella.

Málaga
En Málaga, nos recibía el puerto y su olor a mar, a pesca, redes. Íbamos acercándonos a la otra orilla y la emoción cosquilleaba en nuestro estomago. Una larga fila de coches, furgonetas, camiones, cargados hasta los topes de colchones, maletas, muebles, fardos de ropa, mantas atadas y un sinfín de niños jugueteando alrededor, nos esperaba. Era el temido paso del Estrecho de los meses de verano, y multitud de marroquíes volvían desde los más recónditos de sus países de emigración para cruzar el Mediterráneo y, a través de Melilla, alcanzar Marruecos. Y supongo que en su interior compartíamos no sólo el camino sino también la misma emoción de volver a nuestra tierra. Miraba a aquellas niñas de largos pelos rojizos teñidos con henna, al igual que sus manos y pies y me sentía hermanada a ellas, y a sus pies descalzos. Mientras, mi padre resoplaba ante el pesado embarque que se nos venía encima, un calvario a veces, que sobrellevaban gracias a la juventud y las ganas de llegar a Melilla, a nuestro origen. Y por supuesto a encontrarnos con ellos; mis abuelos, mis bisabuelos, nuestros amigos, nuestros recuerdos.

Por medio de una larga escalinata, o al menos eso me parecía a mí, nos subíamos haciendo equilibrios con algún que otro bolso o maleta hasta el barco. Que nos recibía cargado de olores fuertes, a gasoil, salitre, oxido y tuberías. Donde enseguida nos acomodábamos en el camarote para dejar todo el equipaje y salir a tomar aire a cubierta y disfrutar de la maniobra de salida. La pericia de los marineros, la potencia de la empujona, los gruesos cabos soltándose y al fin despegándonos de la tierra. Como en los sueños. Dejando todo atrás, los fríos del invierno, los deberes del colegio, las añoranzas de la familia, los problemas del trabajo.

Nada comparable a la brisa del mar azotando mi rostro, depurando mi alma, cautivando mis sentidos, oliendo a mar puro, bajo el cielo , compitiendo en azules con el mar. Colándose en mi memoria, de tal manera, que aún hoy, tantos años después vuelvo allí, y me siento libre y cautivada de nuevo.

Travesía y llegada a Melilla
Una travesía normalmente de ocho horas, en la que dormíamos para evitar el mareo, y en la que al llegar, un camarero nos golpeaba en la puerta, anunciando «puerto», «puerto» y su voz nos estremecía, porque ya llegábamos, y salíamos corriendo a cubierta , a contemplar como se empezaba a ver su perfil irregular, y la alcazaba, nuestra Melilla La Vieja, nuestra playa, el club náutico, las altas grúas del puerto, y allí a lo lejos, muy pequeñitos estaban sus figuras diminutas, agitando sus manos al barco entero por si les veíamos. Mis abuelos, sus historias, sus abrazos, su cariño inmenso, su herencia de recuerdos”.

Enrique Azaustre

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