Categorías: Opinión

La dimisión de Artur Mas

Sabíamos que la política hacía extraños compañeros de cama pero nos faltaba el vodevil en el que se ha convertido la política catalana. Hasta hace cinco o seis años, antes de la «contrición fiscal» de Jordi Pujol», CiU había sido el instrumento político a través del cual, durante más de veinte años,…


… la burguesía más conservadora había consolidado los privilegios económicos y la posición social de las doscientas familias que controlan el poder en Cataluña desde hace más de dos siglos. Después del repudio social hacia Jordi Pujol y conocidos los negocios «non sanctos» de su prole, el prestigio del partido por él fundado empezó a declinar. Los embargos judiciales de todas sus sedes en el transcurso de la investigación bajo fundados indicios de haberse financiado ilegalmente, terminaron de mellar su imagen. En cada cita electoral, ya con Artur Mas a la cabeza, mermaban de 10 en 10 el número de diputados. Después vino lo que conocemos todos: las dos «Diadas» del 11 de Septiembre transformadas por obra de la intensísima campaña mediática en pistas de despegue del famoso «proces», la agenda de la secesión. Es opinión muy extendida que Mas abrazó la causa independentista en hora tardía. Había sido más un técnico que un doctrinario. Pero las circunstancias le llevaron a asumir un papel en el que -jaleado por los medios a los que subvencionaba la Generalidad-, empezó a sentirse a gusto. También parece que aprovechando las horas bajas por las que atravesaba España en razón de la crisis de la deuda, creyó ver -«cuanto peor, mejor»- una oportunidad para subirse al tren de la Historia.

De haber triunfado ya nadie se acordaría de los pufos del partido que preside. Al no haber logrado su objetivo, aunque ganó las elecciones, perdió el plebiscito, ahora está callado, mendigando para ser investido presidente de la Generalidad el apoyo de los diputados de la CUP, movimiento anticapitalista y antisistema. Son sus enemigos de clase y le han dicho que detestan cuanto él representa. Pero él calla. El suyo es un silencio a medio camino entre lo vergonzoso y lo humillante. Otro en su lugar, habría tenido un gesto de dignidad y habría presentado la dimisión. Pero no se espera.

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