Categorías: Opinión

La culpa del niño

Si la epidemia que se va aplanando rebrota, no será por culpa de los niños. Estos, señalados como los grandes transmisores del virus, no lo son, y sí muchas de las decisiones improvisadas, tomadas a la ligera, que desde el Ejecutivo se tomaron, y aquellas otras que, dictadas por la prudencia y el sentido común, se dejaron de tomar. Tampoco el comportamiento de los particulares, indiferentes a la amenaza cierta del virus que se extendía letal e imparable por el mundo, contribuyó a detener su carrera infernal. Sin embargo, es a los niños a quien sentencia el estigma y siguen purgando la condena de ese juicio sumarísimo en la prisión de sus domicilios.
Si el número de contagios se dispara a partir de éste lunes, cuando a los trabajadores llamados esenciales se les ha mandado inermes al tajo, no será por los niños, cuya salud, física y psíquica, no parece importar gran cosa al lado de la salud económica. Ésta necesita protegerse; aquella, al parecer, no. Se comprende que en el dilema gubernamental de optar entre la salud y la producción se busque un equilibrio que salvaguarde ambas, pero, dejando a un lado el hecho de que en las actuales circunstancias no se puede aspirar a salvaguardar las dos cosas, lo que no se comprende es que en esa búsqueda imposible se sacrifique precisamente a los niños, que no necesitan más que dar cuatro carreras, tres saltos y un par de chillidos de júbilo por recobrar la libertad, o un poco de ella.

A ningún niño se le ha visto deambulando por las calles con o sin bolsa de la compra, ni paseando interminablemente al perro, ni tratando de pirarse al chalet de la sierra durante éste mes algo de encierro, de suerte que la probabilidad de que los críos sean portadores y contagiadores del virus es remota, a menos que hayan estado en casa bajo la férula de alguno de esos adultos incívicos que se han saltado la cuarentena y han pillado el bicho por ahí. Además de ser limpios, porque son niños, puede decirse que también lo están del morbo que nos ha tronchado la vida, y es inaceptable que se les mantenga en el cepo que, con graves consecuencias para su salud mental y su desarrollo, les aherroja.

Los niños están hasta los mismísimos de dibujar la vida: quieren, necesitan, volver a vivirla, bebérsela a tragos como solían y deben. Pero han caído en una sociedad, en un mundo, donde el "adultocentrismo" lamina, contraviniendo la ley natural, sus necesidades y sus derechos. Fórmulas hay, si se buscan, para que los niños salgan a darse un garbeo, sin juntarse con sus pares y en compañía vigilante de un adulto, a fin de evitarles los estragos de un confinamiento excesivo. Fórmulas hay, pero no quien, debiéndolas encontrar, las busque.

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