Entre dos zonas altamente volátiles, Asia Central y el Golfo Pérsico, se encuentra Irán, heredero directo de Persia, uno de los imperios más antiguos de la humanidad. Pero el país que hoy desafía a Estados Unidos, amenaza a Israel, financia milicias desde Yemen hasta Líbano y persigue la bomba atómica, no puede entenderse sin conocer su pasado. Su historia es un rompecabezas de religión, poder, etnicidad y ambición, lo que explica su papel central en el tablero del siglo XXI.
El legado persa y la revolución islámica
Irán no es un país árabe. Habla persa, una lengua indoeuropea, y su identidad tiene sus raíces en el Imperio aqueménida, que resistió a Alejandro Magno y fundó una tradición de sofisticación cultural y política. Durante siglos, Persia fue símbolo de esplendor oriental, hasta que en el siglo XX cayó bajo la órbita de potencias extranjeras: primero Rusia y Gran Bretaña, luego Estados Unidos.
En 1953, tras la nacionalización del petróleo por el primer ministro Mohammad Mosaddegh, la CIA orquestó un golpe de Estado que reinstauró al sha Mohammad Reza Pahlaví como monarca absoluto. Aunque modernizó el país —alfabetización, reforma agraria, voto femenino—, también reprimió duramente a la oposición, utilizando la temida policía secreta SAVAK. Eso alimentó un resentimiento profundo que, en 1979, estalló en la Revolución Islámica.
El Ayatolá Ruhollah Jomeini, un clérigo chiita exiliado, regresó triunfalmente y derrocó al sha. Se instauró una teocracia basada en una interpretación extremista de la sharia, la ley islámica extraída fundamentalmente, pero no unicamente, del Corán. El nuevo régimen marginó a la izquierda, eliminó a los liberales y silenció a las minorías. Desde entonces, el país es gobernado por una estructura dual: un presidente electo, que está subordinado al líder supremo religioso. Actualmente, ese puesto lo ocupa el ayatolá Alí Jameneí.
Etnia, lengua y religión: una nación diversa bajo un islam militante
Aunque el 61% de los iraníes son persas, el país es un mosaico étnico: azeríes (16%), kurdos (10%), árabes, baluchis y turcomanos forman parte del paisaje humano. Todos hablan farsi (persa) como lengua oficial, pero en las provincias persisten lenguas y culturas propias, a menudo reprimidas por el centralismo de Teherán.
Religiosamente, el 90-95% de la población es musulmana chiita duodecimana, una rama que difiere profundamente del islam sunita, mayoritario en el resto del mundo islámico. La escisión data del siglo VII, cuando tras la muerte del profeta Mahoma se disputó su sucesión. Los chiitas consideraron legítimos solo a los descendientes directos de Alí, primo y yerno del profeta, mientras los sunitas aceptaron a líderes electos por consenso tribal.
Esta división no es sólo teológica: es profundamente política. Para los chiitas, el sufrimiento y el martirio son parte de su identidad, y ven al Estado como vehículo de redención colectiva. Esa visión legitima un régimen clerical como el iraní, en el que los ayatolás ejercen poder temporal y espiritual. Irán se considera a sí mismo como el defensor del chiismo, en lucha contra la hegemonía sunita, representada por Arabia Saudí.
De la guerra con Irak al patrocinio del terrorismo
Tras la revolución iraní, Irak —gobernado entonces por Saddam Hussein— vio en la inestabilidad iraní una gran oportunidad y lanzó una guerra que duró ocho años (1980-1988) y que dejó más de un millón de muertos sin un país victorioso. Fue un conflicto brutal, con uso de armas químicas y ataques a civiles. Aunque no logró derrocar a los ayatolás, fortaleció el nacionalismo iraní y consolidó al nuevo régimen.
Desde entonces, Irán ha desarrollado una política exterior asimétrica, basada en el uso de milicias, proxys y organizaciones ideológicamente afines. Financia y arma a Hizbulá en Líbano, al movimiento palestino Yihad Islámica, a grupos chiitas en Irak, a los hutíes en Yemen , a Hamás en Gaza y ha intervenido decisivamente en la guerra civil siria para sostener al régimen de Bashar al-Asad.
Occidente y muchos países árabes acusan a Irán de ser el principal patrocinador estatal del terrorismo. Pero Teherán justifica su política como una defensa del islam revolucionario y una forma de contrarrestar la influencia de Estados Unidos y sus aliados en la región. Para ellos, la política exterior es una prolongación de la teología.
Israel como enemigo existencial
El régimen iraní no ha ocultado nunca su hostilidad hacia Israel. Desde la revolución, niega su legitimidad, su existencia como estado y apoya activamente a grupos que buscan su destrucción. Para Irán, Israel no solo es un aliado clave de EE. UU., sino también una anomalía occidental implantada en el corazón del islam. En discursos oficiales se ha amenazado con “borrar a Israel del mapa”, aunque luego se ha matizado la retórica.
Desde el punto de vista geopolítico, la enemistad tiene una dimensión estratégica: Israel ha realizado operaciones encubiertas para sabotear el programa nuclear iraní, ha eliminado a científicos iraníes y bombardea con frecuencia posiciones de milicias proiraníes en Siria. Irán, por su parte, responde con ciberataques, misiles, drones y amenazas al comercio marítimo en el golfo Pérsico.
La ambición nuclear
Uno de los aspectos más inquietantes del régimen iraní es su insistencia en desarrollar tecnología nuclear. Aunque Teherán sostiene que su programa tiene fines pacíficos, la comunidad internacional, especialmente Israel y EE. UU., teme que oculte un proyecto de armamento nuclear.
En 2015, el gobierno de Hassan Rouhani firmó el acuerdo nuclear (JCPOA) con las principales potencias mundiales. A cambio de levantar las sanciones económicas, Irán se comprometía a limitar el enriquecimiento de uranio y someterse a inspecciones. Sin embargo, en 2018, Donald Trump se retiró unilateralmente del acuerdo, reimpuso sanciones y provocó una escalada de tensiones. Irán, en respuesta, reanudó sus actividades nucleares.
Hoy, según el Organismo Internacional de Energía Atómica, Irán tiene capacidad técnica para fabricar una bomba en meses, aunque no hay pruebas concluyentes de que haya tomado esa decisión. La posibilidad de una Irán nuclear preocupa especialmente a Israel, que ha advertido que no permitirá tal desenlace. Los ataques actuales responden a esa amenaza, para Israel inadmisible.
Un régimen impopular, pero aún fuerte
Las sanciones, la corrupción, el aislamiento internacional y la represión han generado una creciente ola de descontento interno. Las protestas de 2009, las de 2017-2019 y las recientes movilizaciones tras la muerte de Mahsa Amini en 2022 —una joven arrestada por la policía de la moral por “vestimenta inapropiada”— muestran un país hastiado, sobre todo entre los jóvenes y las mujeres.
Sin embargo, el régimen se mantiene en pie. Controla los medios, reprime las disidencias, manipula las elecciones y mantiene un aparato de seguridad sofisticado. El actual presidente de Irán es Masoud Pezeshkian, quien asumió su cargo el 28 de julio de 2024, tras las elecciones presidenciales de julio, y hombre de confianza del líder supremo.
Conclusión: el corazón de una lucha civilizatoria
Irán no es solo un país: es el núcleo ideológico de un proyecto revolucionario que busca redefinir el orden islámico y resistir la hegemonía occidental. Su combinación de identidad persa, islamismo chiita y ambición geopolítica lo convierte en un actor imprevisible pero determinante.
Comprender Irán es comprender Oriente Medio. Mientras no se resuelvan las tensiones religiosas, las ambiciones nucleares y el choque entre modernidad y teocracia, el país seguirá siendo un polvorín, con ramificaciones que trascienden sus fronteras. Para bien o para mal, el futuro de la región no podrá escribirse sin contar con Teherán.
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Irán: clave para entender el caos de Oriente Medio
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