Categorías: Opinión

El presidente de Portugal

A la admiración y al cariño que en el pueblo español suscita el portugués, habrá que añadir un sentimiento menos noble, el de la envidia: tiene nuestro vecino un presidente elegido por él que, encima, le ha salido bueno. A Marcelo Rebelo de Sousa los portugueses le llaman Marcelo a secas, cosa natural si de ordinario le encuentran aguardando en la cola con su mascarilla para entrar en el supermercado, dirigiéndose a pie, sin escoltas visibles, a los actos oficiales, o, como estos días, troceando sus vacaciones para pasarlas en diferentes puntos del país para animar a sus compatriotas en el descalabro de la industria turística de la que en buena medida viven.
Pero le llaman Marcelo, y no Marcelo el fingidor, porque no sólo de gestos, aun siendo éstos importantísimos en la política y en la vida, vive ese hombre: el otro día salvó a dos bañistas que tenían toda la pinta de acabar ahogándose. Estaba en la playa, se percató de los apuros que estaban pasando las dos mujeres al caer de su embarcación, se tiró al agua, llegó a ellas, y con la ayuda de un motorista náutico que pasaba por allí, las puso a salvo.

Podría decirse que ese señor que no se lo pensó dos veces (tiene 71 años) para socorrer a sus semejantes, dio la casualidad que era el Presidente de la República, pero no es casualidad, sino que, simplemente, los portugueses acertaron al elegirle como su máximo, y ya se ha visto que inmejorable, representante. Es lo que tiene la democracia real, que a veces acierta, cosa que la democracia demediada por resignar la más alta magistratura en el albur eugenésico, hereditario y vitalicio, y en la más ácida representación de la desigualdad, lo tiene mucho más difícil, si es que no imposible directamente. Rebelo de Sousa, Marcelo, discursea con sus actos, que son los de una buena persona y que se los escribe él. Por eso está ahí, porque le eligieron por eso.

Pero no sólo por eso, sino porque en su labor política de presidente de todos los portugueses, ha devuelto a éstos, con su mesura arbitral, con su estricta sujeción a la ley y su cálida cercanía, la confianza en la política precisamente, eso que, sin ir más lejos, hemos perdido hace mucho los españoles. La envidia nunca es sana, pero en éste caso, en el que la envidia pudiera cursar en deseo de emulación, pudiera ser que sí.

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