Categorías: Opinión

El camino a la dictadura: Cuando la política y la justicia no respetan sus límites

En los regímenes democráticos que sustituyeron, o pretendieron hacerlo, a los regímenes absolutistas y totalitarios, los poderes del Estado funcionan de acuerdo con el principio de la separación o división de poderes, propuesto por el filósofo y jurista francés Montesquieu (1689-1755) en el siglo XVIII. Este sistema asegura la independencia de los tres poderes, que se vigilan entre sí, lo que garantiza el respeto al Estado de derecho. Además, las responsabilidades de cada poder deben circunscribirse a lo que dispone la Constitución de ese país. De este modo, se ponen límites a potenciales abusos o arbitrariedades sobre los ciudadanos, por parte del gobierno u otras instituciones del Estado.

La deriva totalitaria, que se está produciendo en buena parte de los que hasta ahora eran regímenes democráticos, busca y precisa que esta separación de poderes quede difuminada. Para ello se actúa en las dos direcciones: la política trata de controlar a la judicatura y, cuando no lo consigue, la denigra; y la judicatura hace política con sus sentencias y con la apertura de investigaciones con objetivos claramente políticos.

Una parte creciente de los conflictos más decisivos de la vida pública ya no se dirimen en los parlamentos ni en las urnas, sino en los tribunales. Los desacuerdos no se negocian, se denuncian; los errores no se asumen, se procesan; los adversarios no se confrontan con ideas, sino con querellas. El resultado es una democracia degradada en la que el poder judicial asume funciones que no le corresponden, mientras el político no acepta sus responsabilidades hasta que se produce una sentencia firma, lo que puede llevar muchos años.

Por otra parte, como en el muy conocido y lamentable caso del juez Garzón, la justicia utiliza su innegable poder para hacer política partidista. Las actuaciones del Fiscal General del estado, nombrado por el Gobierno, son también motivo para dudar de su independencia. Cabe recordar que Pedro Sánchez llegó a decir en una entrevista en 2019: «¿De quién depende la Fiscalía? Pues ya está.» Esta frase se convirtió en símbolo del debate sobre la independencia del Ministerio Fiscal.

Este fenómeno, que en España ha adquirido proporciones alarmantes, no es exclusivo de nuestra geografía. Se trata de una tendencia global, con consecuencias institucionales, jurídicas y morales de gran calado.

En España este fenómeno se vive con matices propios. La judicialización del ‘procés’ catalán fue una reacción tardía, pero inevitable, a un desafío frontal al orden constitucional. En ausencia de liderazgo político, fue el Tribunal Supremo quien asumió el papel de garante del Estado. Las leyes de memoria histórica han contribuido también a esta tendencia. En lugar de fomentar una memoria compartida, se ha impuesto desde el poder una memoria oficial, obligatoria, con consecuencias penales para quien la cuestione. En nombre del pasado, se crean delitos de opinión. En nombre de la reparación, se limitan las libertades. La lucha contra la corrupción ha terminado siendo otro campo de judicialización extrema. Casos como Gürtel, ERE, Nóos o Kitchen muestran que, cuando los partidos no limpian su casa, es la justicia quien debe hacerlo.

En el caso de Estados Unidos, las elecciones presidenciales de 2024 se realizaron en un clima enrarecido por el cúmulo de procesos penales abiertos contra Donald Trump. Las consecuencias inmediatas suponen que, por primera vez en la historia del país, un condenado por un delito llega a la presidencia.  Y, una vez establecido en el poder, Trump utiliza a los jueces favorables, incluyendo los de la Corte Suprema, para llevar adelante sus políticas claramente divisivas e incluso ilegales, como por ejemplo la deportación de inmigrantes ilegales a terceros países, incluso de alto riesgo, lo que va en contra de la legislación internacional. Y cuando los jueces no le son favorables, dice ser víctima de “las cloacas del poder” y de una persecución judicial motivada por razones ideológicas. Una parte significativa del electorado le cree, con lo que la justicia pierde legitimidad ante los ciudadanos.

Más inquietante aún es el caso de México. Allí, el anterior presidente, Andrés Manuel López Obrador, propuso elegir por voto popular a los jueces de la Corte Suprema, alegando que así se democratiza la justicia. Su sucesora, Claudia Sheinbaum, convocó elecciones judiciales que tuvieron mínima participación del 13%, de los que hay que descontar un 3% que emitieron voto nulo. Lo que implica que un 10% de los ciudadanos, obviamente los más extremistas, decide quién va a aplicar la justicia. Se ha conseguido destruir la independencia judicial y someter a los jueces al chantaje electoral. Convertirlos en políticos de toga.

En América Latina los ejemplos abundan. En El Salvador, Nayib Bukele destituyó a todos los magistrados de la Sala Constitucional y al Fiscal General en 2021, y nombró a otros afines que allanaron su camino a la reelección, hasta entonces prohibida por la Constitución. En Bolivia, el uso del poder judicial para perseguir opositores ha sido sistemático: desde la inhabilitación de candidaturas hasta el encarcelamiento de expresidentes. En Argentina, la exvicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner ha denunciado durante años una guerra judicial en su contra -el llamado “lawfare”- mientras sus aliados atacan abiertamente a los jueces que osan investigarla.

En Israel, el intento del primer ministro Benjamin Netanyahu de debilitar el poder del Tribunal Supremo desató una ola de protestas sin precedentes. Cientos de miles de ciudadanos tomaron las calles en defensa del sistema judicial, conscientes de que su independencia es la última barrera contra el poder absoluto. La democracia israelí, que ha convivido con gobiernos inestables, conflictos armados y amenazas externas, entendió que nada es más peligroso que un poder sin frenos. Y ese freno, muchas veces, es un juez.

También en Europa del Este, Hungría y Polonia han sido objeto de procedimientos sancionadores por parte de la Unión Europea debido a sus reformas judiciales. En ambos casos, los gobiernos han manipulado el sistema judicial para consolidar el poder político, debilitar a la oposición y restringir derechos fundamentales.

En este contexto, no sorprende que la ciudadanía perciba la justicia como un poder ideologizado. Según datos recientes del Eurobarómetro, solo un 40% de los españoles confía en la independencia de los jueces. En Estados Unidos, esa cifra baja aún más. En América Latina, la justicia es percibida mayoritariamente como corrupta o ineficaz. Y cuando se pierde la confianza en el poder judicial, se pierde el núcleo mismo del Estado de derecho.

La solución no pasa por debilitar a los jueces, ni por entregarlos al capricho electoral. Tampoco por convertirlos en héroes políticos o mártires ideológicos. Pasa, en primer lugar, por recuperar la política como espacio de resolución de conflictos. Por fortalecer los parlamentos, dignificar los partidos y exigir responsabilidad a los representantes. En segundo lugar es preciso blindar la independencia judicial, despolitizar sus órganos de gobierno y garantizar su profesionalidad. Y en tercer lugar, es necesario educar a la ciudadanía para que exija menos justicia vengativa y más justicia imparcial.

Como advirtió Montesquieu, “no hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo y del ejecutivo”. Hoy esa separación está amenazada. A veces desde el poder, que quiere jueces obedientes. Otras veces desde la sociedad, que los quiere ideológicos. Y muchas veces desde los propios jueces, que buscan protagonismo político.

Cuando todo se judicializa, nada se soluciona. Cuando todo se convierte en revancha, ya no hay justicia. Solo queda una apariencia de legalidad al servicio del cálculo partidista. Frente a esa deriva, conviene recordar que los jueces están para juzgar. Y los políticos, para gobernar. Confundir los papeles no hace más justa a la política. Solo hace más política -y más frágil- a la justicia.

Gonzalo Fernández

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