Este gráfico ilustra cómo varían las intensidades de diferentes hormonas en las etapas de una relación.
Gonzalo Fernández
Se suele creer que los sentimientos son realidades que se modifican con el tiempo, sin que podamos hacer nada para controlarlo. Estamos tristes, nos invade la rabia o nos sentimos enamorados como si fueran tormentas internas que están por encima de nosotros. Sin embargo, tanto la ciencia como la filosofía coinciden en que los sentimientos no son meros fenómenos incontrolables, sino procesos dinámicos, moldeables, que pueden cultivarse y hasta entrenarse.
Los sentimientos de los animales.
Podemos ver muchos ejemplos mirando al mundo animal. Una rata madre que lame y acaricia a sus crías no solo transmite afecto: ese gesto modifica la biología de los pequeños, al punto de cambiar cómo responderán al estrés cuando sean adultos. El cuidado deja huella en su organismo, como si el amor materno fuera una medicina invisible. En otro rincón del reino animal, los topillos de la pradera han sido objeto de múltiples experimentos porque, a diferencia de otros roedores, son monógamos. Cuando un macho y una hembra se aparean, la oxitocina y la vasopresina sellan un vínculo de pareja que puede durar toda la vida. Y, en primates, Frans de Waal documentó hace décadas cómo un chimpancé puede consolar a otro que ha perdido una pelea, mostrando una empatía que no es metáfora, sino conducta observable.
Estos ejemplos sugieren que lo que llamamos amor, cuidado o apego no son invenciones culturales humanas, sino realidades biológicas. Hormonas y circuitos neuronales intervienen en ellos de forma tan precisa como en la digestión o la respiración. Si esto ocurre en animales, ¿qué pasa con los humanos?
Filosofía de los sentimientos.
La filosofía clásica ya había intuido que las pasiones podían gobernarse. Aristóteles insistía en que no se trataba de suprimirlas, sino de educarlas. Los estoicos, como Epicteto, sostenían que lo importante no es lo que nos ocurre, sino el juicio que hacemos sobre lo que ocurre. Y Spinoza afirmaba que comprender una emoción es el primer paso para transformarla. Todos ellos compartían una idea: los sentimientos pueden modularse mediante hábitos, reflexión y voluntad.
Lo que opina la neurociencia.
La neurociencia contemporánea parece confirmar esas intuiciones filosóficas. Antonio Damasio (1944- ) formuló la hipótesis del marcador somático, afirmando que las emociones influyen en nuestras decisiones antes de que la razón intervenga, pero la razón puede modular ese influjo. Joseph LeDoux (1975- ), por su parte, mostró el papel crucial de la amígdala en el miedo y explicó cómo la parte reflexiva del cerebro puede calmar o, por el contrario, intensificar esa reacción. Lisa Feldman Barrett (1963- ) afirma que las emociones no son solo descargas biológicas, sino que también el cerebro etiqueta estados internos de acuerdo con el contexto y con lo que hemos aprendido culturalmente. Todas estas afirmaciones explican, por ejemplo, cómo un soldado entrenado aprende a controlar una sensación de miedo que, de otra forma, le impediría actuar.
El amor se muere cuando no se le dan cuidados.
Existe un mito, muy extendido, que sostiene la creencia de que el amor en la pareja se acaba inevitablemente. Se afirma que la pasión dura apenas unos años, que el tiempo la desgasta y que después queda, con suerte, una rutina de afecto Esta afirmación no carece totalmente de base. La ciencia muestra que la primera fase del enamoramiento se caracteriza por una auténtica tormenta neuroquímica, con dopamina y noradrenalina inundando el cerebro. Es lo que explica la euforia, el insomnio voluntario, la obsesión por la presencia del otro. Esta chispa no puede, biológicamente, mantenerse indefinidamente con la misma intensidad.
Pero estudios realizados con resonancia magnética, en parejas que llevaban más de veinte años juntas y seguían declarándose enamoradas, mostraron que sus cerebros activaban los mismos circuitos de recompensa que los de los jóvenes en pleno flechazo. Es decir, el amor no necesariamente muere: se mantiene con otra forma, más calmada. Pero, si no se cuida, si no se alimenta, la rutina tiende a imponer su ley y lo que se puede creer que es un destino biológico inmutable, no es más que el resultado de la habituación, de la falta de estímulo.
¿Podemos, por decisión consciente, revertir esa tendencia? La psicología y la neurociencia han demostrado que sí, aunque para ello no basta con decirlo. La voluntad funciona si se traduce en prácticas concretas, del mismo modo que un músculo no crece por deseo sino por entrenamiento.
Cómo cuidar el amor.
Una de esas prácticas es el reencuadre cognitivo: aprender a mirar un mismo hecho desde otra perspectiva. Cuando una discusión de pareja no se interpreta como una amenaza, el cerebro reacciona de otra manera. La corteza que piensa calma a la parte que reacciona. Otra estrategia es el etiquetado emocional: poner en palabras lo que sentimos. Decir “estoy frustrado” o “me siento herido” reduce la intensidad de la emoción porque la expresión verbal activa circuitos que atenúan la respuesta de la amígdala. También existen los llamados planes anticipados: decidir de antemano qué hacer si aparece un conflicto. Por ejemplo, “si discutimos, saldremos a pasear antes de hablarlo”. Esta simple previsión automatiza respuestas positivas y evita que el enfado escale.
El mindfulness o atención plena es otro camino: observar el presente sin juzgarlo, aceptar una emoción en lugar de luchar contra ella. Los estudios muestran que quienes lo practican desarrollan mayor capacidad de regular su estado emocional.
Consejos prácticos.
Y, por supuesto, están las conductas deliberadas. No se trata de esperar a que la emoción aparezca por sí sola, sino de buscar las situaciones que la fomenten. Retomar rituales olvidados, introducir novedades, planear viajes o simplemente cenar sin pantallas, reactivan la dopamina y renuevan la percepción del otro.
El desgaste de la pasión tiene mucho que ver con el hábito. Lo que al principio era novedad se convierte en rutina, y la rutina mata la dopamina. Sin embargo, la sorpresa y la variedad son capaces de reactivarla. Cambiar de escenario, aprender juntos algo nuevo, introducir variaciones en la intimidad, son prácticas que devuelven la chispa.
Los sistemas del amor.
Helen Fisher, antropóloga del amor, ha mostrado que en el cerebro existen al menos tres sistemas relacionados pero distintos: el deseo sexual, el amor romántico y el apego duradero. No hay razón para que estos sistemas funcionen tan solo en la juventud; pueden mantenerse activos a lo largo de la vida si se estimulan de forma consciente.
Al final, lo que la filosofía, la ciencia y la experiencia muestran es que los sentimientos no son como la meteorología, incontrolables, sino procesos vivos que podemos orientar. Aristóteles hablaba de habituarse a la virtud hasta que se convirtiera en segunda naturaleza. Los estoicos insistían en la disciplina del juicio. Spinoza veía la libertad en transformar las pasiones en acciones. Hoy la neurociencia lo explica en términos de plasticidad cerebral -la habilidad del cerebro para adaptarse y formar nuevas conexiones neuronales. Los circuitos del amor y de la pasión pueden reforzarse o atrofiarse, según el uso que les demos.
Conclusión.
El amor no tiene por qué acabarse. Lo que suele terminar es la voluntad de cultivarlo. Igual que un fuego no se apaga solo si le añadimos leña, la pasión puede mantenerse si sabemos cuidarla.
Los animales nos recuerdan que el apego tiene raíces biológicas. Los filósofos, que puede gobernarse. La ciencia, que puede entrenarse. La conclusión es clara: el amor no tiene fecha de caducidad inevitable. Lo que existe es la tendencia a la rutina y la posibilidad de revertirla mediante decisiones conscientes. Convertirnos en dueños de nuestros sentimientos es, posiblemente, uno de los mayores retos de nuestra vida.
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