Por más que Donald Trump se auto presente como un empresario exitoso, un líder antisistema y un patriota disruptivo, su historial empresarial, político y personal revela un patrón reiterado de irresponsabilidad, fraude, vulgaridad y desdén por la verdad. Detrás del espectáculo mediático y el culto a la personalidad, lo que queda es una figura que ha hecho de la mentira su principal herramienta política y del escándalo, su sello distintivo.
El arte de mentir
Durante su anterior presidencia, Trump convirtió la desinformación en estrategia de Estado. ‘The Washington Post’ documentó nada menos que 30.573 afirmaciones falsas o engañosas entre 2017 y 2021: un promedio de 21 mentiras al día. No se trata de exageraciones retóricas, sino de falsedades sistemáticas para manipular a la opinión pública, desacreditar a sus críticos y sembrar dudas sobre las instituciones democráticas. Desde minimizar la pandemia hasta denunciar sin pruebas un supuesto fraude electoral, sus mentiras tuvieron efectos tangibles sobre la salud pública y la estabilidad institucional.
‘The New York Times’ fue igualmente categórico: Trump mintió sobre temas tan diversos como la economía, la inmigración, sus impuestos o el trayecto de un huracán. El columnista David Leonhardt resumió su estilo con crudeza: “Trump miente como otros respiran”.
Fraude como modelo de negocio
Este patrón no surgió con su llegada a la política. Uno de los ejemplos más notorios fue la llamada Trump University: una “institución educativa” sin acreditación ni profesores cualificados que estafó a miles de estudiantes con cursos inservibles sobre bienes raíces. Trump terminó pagando 25 millones de dólares en indemnizaciones, aunque, como es habitual en él, sin reconocer culpa alguna.
Pero la estafa educativa es solo una pieza del rompecabezas. Trump ha protagonizado seis bancarrotas corporativas, la mayoría en casinos y hoteles. Su emblemático casino ‘Trump Taj Mahal’ cerró menos de un año después de su apertura con deudas por más de 3.000 millones de dólares. Él, sin embargo, salió relativamente ileso, protegido por las leyes de bancarrota, mientras acreedores, empleados y accionistas absorbían las pérdidas. La revista Forbes lo dijo sin ambages: sus negocios generan más titulares que beneficios.
Conducta personal: misoginia y abuso
Trump también ha enfrentado al menos 26 denuncias de acoso sexual, abuso o conducta inapropiada. La más grave, la de la escritora E. Jean Carroll, concluyó con una condena civil por abuso sexual y difamación en 2023, seguida de una segunda sanción por 83.3 millones de dólares por seguir difamándola públicamente. Su ya célebre declaración grabada en Access Hollywood —“puedo agarrarlas por la entrepierna”— no es una anécdota, sino una muestra de una misoginia estructural convertida en espectáculo.
En cualquier democracia consolidada, esa frase habría terminado con una carrera política. En Estados Unidos, lo catapultó como símbolo de una derecha radicalizada.
Documentos clasificados y desprecio por la seguridad nacional
Tras dejar la Casa Blanca, Trump se llevó consigo documentos altamente confidenciales sobre defensa, armamento nuclear y relaciones exteriores. Se negó reiteradamente a devolverlos hasta que el FBI debió allanar su residencia en Mar-a-Lago en agosto de 2022. En 2023, fue acusado de 37 cargos federales por retención indebida de información clasificada y obstrucción a la justicia.
Lo más inquietante no es solo su conducta, sino su arrogancia al jactarse de tener dichos documentos y mostrarlos a personas sin autorización. Su prioridad, una vez más, no fue la seguridad del país, sino alimentar su ego y mantener el control mediático.
El 6 de enero: la democracia al borde del abismo
El momento más oscuro de su anterior presidencia fue la insurrección del 6 de enero de 2021. Tras perder las elecciones, Trump promovió la narrativa del “robo electoral” sin pruebas, incitando a sus seguidores a asaltar el Capitolio mientras se certificaba la victoria de Joe Biden. El resultado: cinco muertos, más de 140 policías heridos y un símbolo democrático profanado.
Ese día, lejos de desescalar la violencia, Trump los llamó “patriotas”. El comité especial del Congreso lo responsabilizó directamente de incitar el intento de golpe. Un hecho que marcará para siempre la historia contemporánea de Estados Unidos.
Vulgaridad como estilo de liderazgo
La grosería ha sido una constante en su retórica pública. En un mitin reciente, se jactó de que, gracias a sus aranceles, líderes extranjeros “están viniendo a besarme el c***”. Tal vulgaridad, lejos de ser un exabrupto aislado, refleja su estilo político: exhibicionista, narcisista, carente de respeto por el cargo que ocupa.
Frente a ese comportamiento, resuena con especial fuerza la sentencia de Calderón de la Barca: “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero la honra es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios”. Aquellos que se han negado a rendirle pleitesía, a besarle el c***, son lamentablemente los que por su poder económico se lo han podido permitir, como el líder chino Xi Jinping.
Un síntoma del deterioro democrático
Más allá de sus escándalos individuales, Trump representa un fenómeno político más amplio: la erosión deliberada de los valores democráticos. Su estrategia se basa en la polarización, el resentimiento y la mentira como arma política. En vez de construir consensos, incendia el debate público. En lugar de fortalecer las instituciones, las somete a su voluntad personal. Su influencia ha transformado al Partido Republicano en una maquinaria de culto, más centrada en la lealtad a un hombre que en la defensa de ideas.
La democracia no muere de un día para otro. Se erosiona cuando se normaliza la falsedad, se tolera la impunidad y se acepta que la vulgaridad sustituya al liderazgo. En ese proceso, Trump no es solo protagonista: es catalizador.
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