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El impacto humano a lo largo de estas últimas décadas ha pasado a ser 75 veces mayor de lo que fue a principios del siglo pasado. Y ello no es de extrañar, ya que hoy en día se produce en una semana lo que se producía a principios del siglo XX a lo largo de un año. Esta tendencia corre fácil riesgo de multiplicarse hasta por tres a lo largo de unas pocas décadas. Por otra parte, apenas para el año 2025 se estima ya un aumento de más de un 20% de la población en los países más pobres, a pesar de las recientes tendencias de menor fertilidad, mientras disminuirá en cerca de un 25% la disponibilidad de productos de la pesca, con 20% menos de tierras cultivables, 10% menos pastos y 15% menos bosques, lo que conlleva una amenaza de creciente desertificación, concretamente 1/3 del territorio de España, por ejemplo, si no se toman desde ya drásticas medidas en contra. Sin embargo, lo más dramático y significativo es la extinción de la vida misma, con cerca de 30 especies animales y vegetales que se extinguen para siempre cada semana y con casi 2.000 especies en actual peligro crítico de desaparición, entre ellas: un 34% de peces; un 25% de mamíferos; un 25% de anfibios; un 25% de reptiles; un 11% de aves; y un 12% de plantas.
En términos muy propios de las inquietudes mundiales de nuestros días, bien podría decirse que estamos sometiendo a la biosfera a los efectos de una especie de “eco-terrorismo”. De ello dan testimonio las más de 1.000 toneladas por segundo de manto orgánico que las prácticas actuales eliminan en el mundo, con más de 2.000 millones de hectáreas ya degradadas; los más de 5.000 m2 de bosques esquilmados por segundo; o las más de 1.000 toneladas de gases contaminantes que se emiten a la atmósfera por segundo. El resultado es, por lo tanto, una creciente desertificación, deforestación y degradación de los ecosistemas; la contaminación de las reservas de agua bebestible así como de los océanos; la contaminación de la atmósfera con anhídrido carbónico (C02) y gases nitrosos o sulfurosos, principalmente debido a la combustión de lignitos e hidrocarburos; la destrucción de la capa de ozono por causa de los clorofluor-carbonos y del metano; o la acumulación de residuos radioactivos cuyas radiaciones perduran durante miles de años (unos 60.000 años). Estos impactos ambientales tienen consecuencias tan peligrosas o desastrosas tales como el “efecto invernadero”, los “agujeros” de la capa de ozono, la “lluvia ácida” generalizada, o el cada vez más evidente cambio climático, hasta el punto que ni los grandes poderes políticos y económicos pueden seguir acallando las voces acusadoras en aumento de la comunidad científica durante la última década.
De todas esas amenazas, la actualmente más grave sigue siendo el efecto invernadero. Ello se debe, sobre todo, a la emisión durante décadas de más de 3.500 megatoneladas métricas anuales de CO2, con un aumento del 9% de las emisiones durante estos diez últimos años. Para colmo, los EEUU, causante hoy por hoy de la cuarta parte de las emisiones globales, ha aumentado las emisiones de CO2 en un 18% durante la pasada década. Por otra parte y de acuerdo con las tendencias actuales, probablemente sea la República Popular China la que pase a ocupar, a no tardar, el dudoso honor de ser el primer emisor del mundo.
La consecuencia inmediata de esas emisiones es que se está produciendo un calentamiento global del planeta y que se está modificando considerablemente el gradiente de temperatura en los océanos. Ya en 1998, el informe del Panel Intergubernamental de las NNUU sobre el Cambio Climático señalaba que durante el siglo XX la temperatura media había subido 0.6 grados y el nivel del mar hasta unos 20 cms. En menos de 50 años más, el resultado previsible es un incremento pro-medio de por lo menos entre 3 y 5 grados junto con el cambio profundo de corrientes oceánicas con efectos desastrosos -– tales como la recurrente corriente “El Niño” –, así como el aumento del nivel de sus aguas debido a la fusión de los casquetes polares que amenazan con inundar numerosísimos asentamientos urbanos costeros. Las consecuencias son también particularmente graves para la agricultura mundial y, consiguientemente, para la futura seguridad alimentaria internacional, con cerca de una cuarta parte de la población total hambrienta y millones de víctimas mortales cada año.
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