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Ancianos invisibles

En las grandes poblaciones, cuando llega el verano, muchas familias se marchan de vacaciones y no saben qué hacer con los ancianos. Los datos de los centros sanitarios estremecen: cuando se acerca el final de junio o de julio y en sus quincenas, los servicios de urgencias de los hospitales públicos se colapsan. Llevan a los abuelos aleccionándolos para que se encuentren mal y no les vayan a estropear las vacaciones al resto de la familia. Cuando, al cabo de un par de días, superan las supuestas crisis y desde el hospital llaman a las familias para que pasen a recogerlos, nadie responde al teléfono.

Es el colmo de la experiencia de muchas personas que perciben gestos y detalles que los empujan a ir haciéndose “invisibles”, para no molestar. Los voluntarios de las ONG que atienden esos servicios son testigos de escenas desgarradoras. Pero como dicen algunos ancianos, “peor es que te dejen solo en casa con unos cartones de leche en la nevera, unos yogures y pan en el congelador; y nunca falta la recomendación: “Usted se arregla, abuelo, y no salga a la calle no le vaya a pasar algo, ni abra la puerta que en estos tiempos hay mucha gente sin entrañas”.

Como no debe haber protesta sin propuesta alternativa, ¿por qué no actuamos cada uno desde nuestro puesto? Es sencillo: entérese si, en su bloque de apartamentos o en su urbanización, hay alguna persona mayor que viva sola, o que esté enferma. Pregúntele al portero o en la tienda del barrio o en la farmacia. Vaya a visitarla y ofrézcase para traerle algo de paso que usted va a la compra, o para acompañarla a hacer un encargo, o ir a la peluquería o para sentarse en una terraza a beberse juntos un refresco.

Si se trata de una persona enferma, llévele unas revistas y ofrézcase para lo que puedan necesitar. Se agradecen tanto unas frutas, una compota o un bizcocho. A veces, basta con acompañar al enfermo un par de horas mientras el familiar que lo cuida sale a respirar un rato. Esto es lo que nunca comprenderán algunas instituciones ni ciertas asociaciones que las sirven en sus políticas sectoriales y que creen necesitar grandes financiaciones para ser eficaces. Ni es preciso irse al extranjero a practicar lo que, no pocas veces, se convierte en turismo disfrazado. Aquí, a la vuelta de la esquina, un anciano, una persona enferma o en soledad nos está esperando. Claro que sí que podemos hacerlo, no hay más que acercarse, llamar a la puerta y agradecer que nos permitan acompañarles.

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Ancianos invisibles

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