Por Juan Garbín Vereda
A mi memoria llega, de tiempos atrás, cuando el trabajo de la mujer como ama de casa no se valoraba. Era un papel asignado y asumido: sus hijos, el marido, la casa, las tareas; sin escuchar nunca: “¿Cómo te ha ido?”, “¿Qué tal tu día?”, “¿Cómo estás?”. Mientras, ella: lavaba, zurcía, limpiaba, cocinaba…
Esa mujer sacrificada, dejando atrás un futuro a base de entregar amor, sacaba tiempo de donde no lo había, dejando horas de sueño y de sueños, por un trabajo no reconocido.
Multiplicando pesetas para que no faltara nada, arreglando ropa, preparando mochilas, apañando cualquier cosa, pasando de cama en cama arropando, velando, amando…
Sabia sin saber leer, economista sin saber matemáticas, todo siempre a base de amor, navegando en el mar del olvido, donde nadie se preocupaba por ellas ni se acordaba de ellas.
Desde este escrito reclamo, si no se ha hecho ya, un monumento para que lo vea todo el mundo; al ama de casa, a la mujer del campo, a ese ángel abnegado que siempre dio su vida por los demás.
Quiero decir en voz alta, que lo escuchen todos, que cuando se ponga malita, se ponga viejita, la dejen donde ha hecho vigilia, donde ha sido bruja santa, donde ha parido, ha trabajado, ha sufrido y ha amado: en su casa.
Un abrazo fraternal a todas las mujeres.
Juan Garbín Vereda
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